jueves, 26 de diciembre de 2013

Música de mi vida: canciones navideñas

Música de mi vida: canciones navideñas



            Para quienes hemos crecido en nuestro ámbito cultural, y yo creo que con independencia de las creencias de cada uno, la Navidad viene siempre unida a luces y a música. Estas fiestas, en las que de alguna manera la familia y los seres queridos ocupan más nuestra atención, son inimaginables sin canciones, y es probablemente por ello entre nuestros recuerdos de infancia aparecen siempre las Navidades y estas van unidas a determinadas canciones. En España el protagonismo lo han tenido siempre nuestros clásicos villancicos, que resisten muy bien el paso del tiempo. Y, desde luego, son muchos de ellos los que forman parte con derecho propio de la “música de mi vida”. Desde el “Noche de paz” hasta el “Tamborilero”, desde el “Adeste fideles” hasta “Los peces en el río”, desde el “Ay del chiquirritín” al “Campana sobre campana”, desde ese precioso villancico asturiano titulado “En el portalín de piedra” a las clásicas coplillas del “Ande, ande, ande, la marimorena”, que en mi familia siempre hemos sabido improvisar sobre la marcha.




            Aunque si tengo que elegir entre villancicos en español y canciones navideñas de origen anglosajón no dudaría en quedarme en los primeros, para ser sincero he de reconocer que el cine y los discos han provocado que también algunas hermosas canciones navideñas en inglés formen hoy parte de mi vida. Para mí, de niño Papá Nöel o Santa Claus era un ser del que solo sabía por las películas, y aunque como muchos aquí he procurado y logrado que mis hijos se decanten claramente por los Reyes Magos, al final (como creo que ha pasado en muchos hogares con padres de mi generación) también el gordinflón de rojo ha pasado a veces por mi casa y algo les ha dejado a mis hijos, y claro, nadie le hace ascos a un regalo. Bueno, esto es solo un símbolo que ejemplifica que más o menos de su mano han entrado en mi vida muchas canciones, algunas realmente bonitas. Así que hay aquí una larga lista que comienza por este alegrísimo tema, mitad en español mitad en inglés, titulado “feliz Navidad”, y que han cantado entre tantos otros desde Boney M. a José Feliciano. Y también tengo que destacar aquí el “Jingle Bells”, así como el “Jingle Bell Rock”, “Santa Claus is coming to town”, o “All I want for christmas is you”, encantadora y alegre canción que tan bien queda en boca de Mariah Carey. En fin, que unas y otras, pero también “otros clásicos” como “Burdo rumor”, “La Planeta”, Sabina al completo, Víctor Manuel y tantos más, han formado siempre parte de los “cantos revorianos” navideños en los que los más meramente aficionados acompañamos a los expertos de la familia, con guitarra o con todos los instrumentos que se nos ocurra improvisar. Y no decimos ni pío a la SGAE…       

jueves, 12 de diciembre de 2013

Congresos, libertad de expresión y apoyo público


Congresos, libertad de expresión y apoyo público

 

            Las cuestiones científicas y sociales más trascendentes suelen ser objeto de amplios debates doctrinales. Por ello siempre he pensado que, a la hora de organizar un congreso, jornada, seminario o simposio (queda bien la variedad terminológica, pero creo que nadie, salvo algún burócrata recalcitrante, sabe distinguir con nitidez estos conceptos) tan importante como la calidad y el nivel académico de los ponentes, es la pluralidad en las tendencias, perspectivas, opiniones y criterios científicos que se expresan en el evento de que se trate siempre pensando, en primer lugar, en el prestar el mejor servicio intelectual a los destinatarios de la oferta académica. Si me apuran, si yo voy a organizar y exponer, casi prefiero que los ponentes invitados tengan una opinión diferente a la mía, pues no tiene mucho sentido que todos vengan a decir lo mismo. Dicho lo cual, en un Estado democrático la libertad de expresión debe ser un pilar fundamental, así que cada uno puede opinar lo que quiera sobre las más varadas cuestiones, existiendo incluso (con ciertos límites), lo que podríamos llamar “derecho a equivocarse”. Ni siquiera está prohibido ser sectario, dogmático, radical, tendencioso, retorcido, o todo ello a la vez. Tampoco es ilegal anteponer intereses políticos o cuestiones ideológicas sobre los parámetros de neutralidad e imparcialidad exigibles a todo científico. E incluso si alguien tiene esas características y esas preferencias, se puede juntar con otros pocos que sean como él y organizar un foro o lo que quiera.

 


            Pero en tal caso, dos consecuencias deberían producirse. Primero, que el grupo de sectarios se exponen, como es obvio, a ser juzgados por la libertad de expresión de los demás, y en particular a la crítica y el rechazo de la comunidad científica, de tal manera que un evento regido por los propósitos que acabo de mencionar será habitualmente valorado negativamente y considerado carente de rigor, seriedad científica, y valor académico. Y segundo, que nunca debería emplearse dinero público para financiar este tipo de eventos carentes de los mínimos requisitos científicos exigibles. Las reflexiones anteriores son aplicables al congreso que se celebra estos días bajo el título “España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014)” y que ha adquirido una injusta e inmerecida difusión nacional. Creo que, desde el título hasta el propósito declarado lo convierten en un evento tendencioso, absolutamente prescindible e irrelevante; y sin cuestionar el rango y calidad académica de los intervinientes, lo obvio es que su carácter sesgado conlleva la falta del más mínimo pluralismo. Su rigor científico ya ha sido por cierto rechazado por los historiadores más solventes, y creo que no habría que prestarle la más mínima atención. Si no fuera, claro, por el apoyo de las instituciones catalanas que el mismo ha merecido. Que es lo que me parece inadmisible.             

viernes, 6 de diciembre de 2013

Cambiar el "chip"

Cambiar el “chip”


            Como cada año por estas fechas, recordamos el proceso que dio lugar a la Constitución de 1978, y repetimos una vez más la palabra “consenso”, considerándolo la verdadera clave de esa especie de “milagro” que permitió que la inmensa mayoría de los ciudadanos y de las fuerzas políticas se pusieran de acuerdo en lo esencial. Y sí, están muy bien los documentales, los debates, las declaraciones, las entrevistas, las imágenes de archivo, y recordar aquella época en la que España asombró al mundo, pero estará todavía mejor extraer las enseñanzas de aquello en este momento actual, así como de cara al futuro. Por eso creo que en este trigésimo quinto aniversario de nuestra norma fundamental, más que repetir lo mismo de siempre y seguir viviendo de recuerdos y nostalgias de un espíritu que hoy parece imposible de recuperar, convendría poner el acento en otros aspectos que quizá hoy interesen más a los españoles.


            Yo creo que convendría hacer un poco de pedagogía sobre algunas cuestiones. La primera, que la Constitución es de todos, la hayan votado o no, y que el hecho de que ya seamos probablemente mayoría los españoles que por edad no pudimos participar en el referéndum de aquel 6 de diciembre, no es per se un argumento para reformar la carta magna (¿qué pasaría entonces con los estados que tienen, con pocas reformas, la misma Constitución desde hace muchas más décadas, incluso siglos como es el caso de los Estados Unidos?), dado que la misma recoge precisamente aquellos principios que deben quedar por encima del juego de las mayorías, y refleja una expresión de voluntad del pueblo soberano que solo puede ser sustituida por otro acuerdo con similar grado de aceptación y apoyo. Dicho lo cual, también conviene explicar que, manteniendo los principios esenciales, hay cuestiones que conviene ir reformando para actualizarlas y adecuarlas a nuestra realidad actual, y en las que la evolución y desarrollo vía normativa o jurisprudencial no da más de sí. El Senado o la sucesión en la Corona son probablemente los puntos más reiteradamente señalados como aspectos necesitados de reforma, pero no los únicos, y desde luego la distribución territorial del poder también es susceptible de actualización para mejorarla y “cerrar” cuestiones que el Constituyente dejó abiertas. Y es obvio que puede haber muchas posturas incluso contradictorias en este punto, pero si la mayoría tiene claro lo que ha de mejorarse, también conviene recordar que el consenso en el diseño concreto no suele ser nunca el presupuesto de salida, sino el punto de llegada. El consenso no es algo que aparezca como por arte de magia, sino que hay que buscarlo (¡qué fácilmente se encontró, por cierto, en 1992 y 2011!). Quizá conviene que nos cambiemos ya el “chip”, y no queramos seguir viviendo de contar las “batallitas” que muchos ni siquiera llegamos a librar, y nos pongamos a considerar que es lo que necesita la Constitución para mantenerse y que sus principios y preceptos puedan seguir siendo compartidos mucho tiempo más. 

miércoles, 27 de noviembre de 2013

El Salto del Caballo


El Salto del Caballo


            
Hace ahora cuarenta años que se inauguraba el estadio toledano del Salto del Caballo. Ahí es nada. Yo tengo algún recuerdo remoto de ver partidos en el anterior estadio del “Santa”, en la avenida Carlos III, pero me acuerdo con nitidez de las tardes pasadas en mi niñez en el Salto del Caballo. Un estadio que se inauguró con un amistoso entre mis dos equipos favoritos (a los que hay que añadir, por supuesto, la selección, sin que sea posible establecer orden ni preferencia entre ellos), que son el Atlético de Madrid y el Toledo. En esos años 70, aunque no sabría precisar bien los tiempos ni las fechas, el C.D. Toledo tuvo alguna temporada excelente, si bien según recuerdo militaba en primera regional preferente. Y allí iba yo, de la mano de mi padre, las tardes dominicales cada catorce días, sin faltar ninguna. Y con mi camiseta verde, que no era oficial ni nada, una simple camiseta verde, pero mi padre le cosió un número a la espalda, y listo (yo creo que tampoco había camisetas oficiales). El caso es que disfrutaba del partido, tomábamos algún refresco, mi padre se fumaba un purito, y el Toledo ganaba. Así siempre. Excepto una tarde (¿qué fecha sería? imposible recordarlo) en la que el Toledo jugó con el Aranjuez y perdió 2-3. Y yo no sé si sería culpa del árbitro, del terreno de juego, de la mala suerte reiterada, o de todo ello, pero yo me eché a llorar mientras mi padre sacaba a colación todos esos factores y además decía que no tenía importancia, que seguíamos los primeros, que no siempre se puede ganar, y utilizaba todos los argumentos que se le ocurrían para consolarme.  Hay que alegar en mi descarga, además del hecho de que yo estaba en mi más tierna infancia y vestía pantalón corto como era de rigor, y que como ya he dicho no teníamos en aquella temporada precedente alguno de derrota en casa, la circunstancia de que a nuestro lado estaba una familia que animaba constantemente al Aranjuez sin pudor ni recato alguno, y celebraba sus goles con una carga adicional de recochineo que era imposible ocultar, y eso resultaba particularmente hiriente.


            Con el tiempo, y para ser sincero, me he ido distanciando algo de los estadios, lugares que ya no se me antojan tan idílicos. Pero no he dejado de vivir con intensidad los buenos y malos resultados del Toledo, que ya nunca se ha separado de este estadio (por cierto, quizá algún lector sepa y me pueda decir a qué obedece el nombre elegido para ese lugar de nuestra ciudad). Los ascensos, los descensos, el momento en que se rozó la primera división cuando perdimos la promoción con el Valladolid, el momento en que el Toledo eliminó a todo un Real Madrid de la Copa del Rey. Momentos grabados en la historia del Club, en la de este estadio mítico para los toledanos, y también en la biografía personal de cada seguidor del Toledo. Para el Toledo, el Salto del Caballo es prácticamente la mitad de su historia. Para mí, este lugar emblemático en el que entré por primera vez poco después de empezar a ir a la escuela, es toda una vida.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Blue Jasmine


Blue Jasmine

 


            Me interesa en general el cine de Woody Allen, aunque debo reconocer que alguna de sus últimas películas me había parecido algo más floja, con ese estilo de comedia que quiere ser profunda en sentimientos, pero que finalmente ni llega a ser una gran comedia, ni se le ve la profundidad por ningún lado, quedando como algo un tanto superficial y ridículo. No obstante, nada tan grave o preocupante como para no darle una oportunidad a su último estreno, Blue Jasmine, que entré a ver acaso sin demasiadas pretensiones, pero con esperanzas. Las mismas se vieron sobradamente satisfechas. En el aspecto cinematográfico, se aprecia un guión interesante y una buena dirección, ambos de la mano de Allen, así como un correcto trabajo de los actores, entre los que en todo caso sobresale la soberbia interpretación llevada a cabo por Cate Blanchett.

 

            Pero lo que más me gusta es que la película logra retornar a ese estilo en el que a través de una historia original y entretenida, se logran plantear temas que dejan pensando al espectador; en el que sin caer en esos alardes de profundidad más o menos real, que muchas veces conducen a un verdadero “petardazo”, se ponen sobre la mesa cuestiones interesantes y acaso de más enjundia de la que aparentan. Por lo demás, sin abandonar del todo alguno de sus temas “clásicos” como el sexo y el amor, pone en el centro del argumento otra cuestión, como es la de las clases sociales en Estados Unidos, y más allá, el deseo difícilmente controlable de progresar en la escala social, de subir de posición ante los demás. La película se separa de la tan extendida idea de una gran clase media norteamericana a la que según otros largometrajes parecen pertenecer todos, para buscar más bien dos extremos, acaso no tan frecuentes pero desde luego absolutamente reales. Los mismos vienen encarnados por las dos protagonistas, que sin descartar ciertos tópicos desarrollan de forma muy verosímil el perfil de una mujer “pija” neoyorquina que en realidad nunca tuvo preparación ni sabe hacer gran cosa, y su hermana adoptiva, que vive en San Francisco en un ambiente de relaciones sociales de nivel mucho más bajo. No voy a contar más de lo que debo, para animar al lector a acudir a ver esta película, pero puedo decir que Allen escarba en la condición humana y no logra encontrar más que mezquindades y un deseo generalizado de escalar socialmente o mantener una posición determinada, tanto a nivel económico, como de poder o dominio, como de reconocimiento. Y aunque yo tiendo a ser algo más optimista sobre nuestra psicología, no cabe negar que ese deseo está presente de algún modo en todo ser humano, y que muy pocos podrían decir con total sinceridad que no les preocupa en absoluto lo que piensen los demás o su posición social. Acaso la enseñanza sea la conveniencia de controlar esa tendencia.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Es difícil ser ex


               

Es difícil ser “ex”


 

 
 

            No piensen mis lectores que el artículo de esta semana va de relaciones de pareja que se rompen ni nada parecido. Me refiero más bien a los ex presidentes del Gobierno, una labor y una posición complicada donde las haya. Hay que entenderlo. Con la experiencia acumulada y con tiempo por delante, es difícil superar la tentación de opinar de todo, criticar lo que a uno no le gusta, figurar en todos los foros. Probablemente (el ego a veces “es muy suyo”) resulta difícil no pensar que uno lo hizo mejor, incluso que uno ahora también lo haría mejor. Y eso a veces se nota, en ese afán de intervenir, de criticar, de hacerse notar. Aunque también es conveniente mantener un cierto papel protagonista si uno quiere que no se olviden de él y lean sus libros.

 

Vaya por delante, desde luego, que cada uno está en su derecho de opinar sobre lo que quiera, y que la libertad de expresión también es un derecho predicable de los ex presidentes. Pero lo que quiero destacar es que me parece que hay un modelo, un ideal de lo que debe ser un ex presidente, y no siempre en España lo encontramos materializado en las actitudes de algunos de nuestros “ex”. Porque un ex presidente lo es para toda la vida: uno puede dejar de ser presidente, pero no de ser ex presidente. Eso implica que quien ha sido presidente, tendrá para siempre una cierta posición institucional, y merecerá por ello el respeto que la mayoría tributamos a las instituciones legítimas en una democracia. Creo que para mantener esa imagen en niveles máximos, un ex presidente debería adoptar una posición de neutralidad elevada al máximo nivel, separándose en lo posible de las disputas políticas (en las que un presidente en activo no puede dejar de intervenir, aun cuando también en este caso su posición institucional debería primar sobre su vínculo partidista). Ello quiere decir que los ex deben poner su experiencia al servicio de España (para ello se les reconocen ciertas prerrogativas), opinar cuando lo consideren conveniente, pero desempeñar más bien una labor discreta, dedicando en lo posible sus posicionamientos públicos a la defensa de los principios constitucionales, o a aspectos generales o en los que existe un mayor consenso. Y aunque toda crítica es admisible, la crítica de un ex presidente a las decisiones de las instituciones actuales no parece la postura más elegante en ningún caso, pero incluso menos aún cuando en las mismas están presentes personas de su mismo partido. En fin, una posición neutral, institucional y equilibrada, que consista en algo más que ser un mero “supervisor de nubes”, como decía Zapatero (quien por cierto, a pesar de que acaso no haya sido el mejor presidente de nuestra Historia –vamos a ser también elegantes- lleva camino de ser el mejor ex presidente); pero no tanto más como para buscar protagonismo o estar en la brega y la disputa política un día sí y otro también. 
          

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Volver a Toledo


Volver a Toledo


Quienes con alguna frecuencia viajamos, sea por ocio o por motivos académicos, sabemos que cada viaje está siempre cargado de expectativas, experiencias  y de sensaciones. En unas horas de avión, de tren o de coche da tiempo a pensar y a dejar volar la imaginación, imaginándose cómo será el lugar de destino, y si ya es muy conocido, qué nos deparará la estancia. El viaje de vuelta también suele ir acompañado de sensaciones y pensamientos, deseando volver a ver a los familiares (si es que no nos acompañaban), y acaso temiendo el regreso a la rutina. Pero por alguna razón la vuelta tiene siempre algo diferente. Seguramente los lectores coincidirán conmigo en que por alguna razón casi siempre los trayectos de vuelta se hacen más cortos que los de ida. Si el viaje resultó satisfactorio, y especialmente cuando fue un viaje vacacional o de puro ocio, el regreso suele hacerse menos apetecible y acaso más tedioso, y los psicólogos y sociólogos ya hablan del síndrome o la depresión postvacacional, que es la forma científica de referirse al disgusto o pena que a muchos ocasiona volver a su trabajo después de unas felices vacaciones.


Sea como fuere, volver a Toledo es diferente. Estoy seguro de que muchos toledanos han experimentado, como yo, esa satisfacción que da, cuando uno vuelve un poco decaído después de un feliz viaje, ver por primera vez el perfil de la ciudad desde la carretera. La entrada en tren es lamentablemente mucho menos agradable a la vista, y nos muestra en primer plano construcciones y espacios mucho menos agradables (algo que convendría sin duda mejorar), pero en cualquier caso, desde que uno pisa nuestra preciosa estación neomudéjar, la sensación vuelve a ser la misma. Y es que Toledo nunca decepciona. No siempre el lugar del destino de un viaje resulta atractivo, pero incluso cuando llego de un viaje a un lugar lejano y exótico, de una estancia relajante en la naturaleza o en una hermosa playa (eso que por desgracia nos falta en Toledo), o del lugar más idílico que se pueda imaginar, Toledo siempre me parece un lugar precioso. Las comparaciones son odiosas, pero incluso al volver de las ciudades mas maravillosas que he podido conocer, no puedo dejar de pensar que Toledo las iguala o supera. Como el amor de una vida, Toledo nunca deja de gustar, a Toledo siempre se desea volver. No es solo la sensación de estar en casa, sino la convicción de que la “casa” de los toledanos es maravillosa. De que la ciudad nos espera. A veces, por motivos no explicables, la distancia recorrida en el viaje se hace todavía más larga, la sensación de lejanía se acentúa, y entonces el regreso es más anhelado, Toledo es más deseada, siento más queridos a los seres queridos que aquí tengo. Es el milagro de Toledo. Quienes sentimos que aquí están nuestras raíces, no podemos imaginar un sitio mejor para vivir. Ni un lugar mejor para regresar. 

miércoles, 30 de octubre de 2013

Espiar está feo


Espiar está feo



            La aportación de los Estados Unidos a la formación de una cultura de los derechos humanos, así como de muchos otros principios en los que se asienta nuestra civilización, ha sido esencial. Sin olvidar algunos antecedentes en Inglaterra en el siglo XVII, podríamos decir que las primeras declaraciones de derechos surgen en las trece colonias recién independizadas, y poco después en las primeras diez enmiendas a la Constitución federal. Por otro lado, y más recientemente, ha sido incuestionable la contribución norteamericana a la formación y desarrollo de diversas organizaciones que, con mayor o menor éxito (a veces con poco, pero estaremos de acuerdo en que ha sido mejor con ellas que sin ellas), velan por las relaciones pacíficas y civilizadas entre Estados y por la implantación universal de algunos principios éticos, entre ellos los propios derechos humanos. Me declaro sin complejo alguno admirador de lo que ha significado en estos terrenos la cultura norteamericana.

            Por eso mismo es más doloroso comprobar cómo, cada vez con más frecuencia, parece que esos principios no existen o solo son aplicables “de puertas adentro”. En su día ya escribí sobre la enorme contradicción que significó torturar e ignorar la soberanía e integridad territorial de terceros Estados para matar sin posibilidad de defensa ni juicio a Bin Laden. Cada día, para entrar legalmente en los Estados Unidos, miles de personas, además de responder a cuestiones casi cómicas como si tuvieron algo que ver con el régimen nazi, o pretenden secuestrar a un ciudadano norteamericano, deben renunciar a sus derechos de tutela judicial frente a una hipotética decisión denegatoria. Frente al que intenta entrar de forma ilegal, parece directamente que todo vale; quizá la idea que subyace es que si aún no estás dentro del territorio de los Estados Unidos, no tienes derecho alguno. Ahora también parece que espiar a jefes de Estado o de Gobierno de países aliados es normal. Según se ha publicado, los Estados Unidos han dividido a sus aliados en distintas categorías, y solo la primera (en la que aparece el Reino Unido, Australia o Nueva Zelanda) es totalmente de fiar. La segunda, en la que figuran casi todos los Estados europeos incluyendo España, está compuesta por aliados generalmente cooperadores, pero de los que cabe recelar. Socios, pero no amigos. Así que se puede espiar a sus gobernantes. Es obvio que esto vulnera no solo la soberanía de estos Estados y los principios que deben regir la cooperación entre aliados, sino la propia privacidad de las personas espiadas. Pero no importa. En lugar de una disculpa, que es lo mínimo que cabría esperar del presidente de los Estados Unidos, la respuesta ha sido justificarlo por razones de seguridad y decir que ahora no se está haciendo ni se tiene previsto hacerlo en el futuro. Señor Obama, ustedes nos enseñaron que eso está mal. Y cuando alguien descubre que uno ha hecho algo mal, lo correcto es disculparse. 

miércoles, 23 de octubre de 2013

Criticar, acatar, cumplir


Criticar, acatar, cumplir



            La reciente sentencia de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso “Del Río Prada contra España”, ha generado una gran polémica política y social. Ello es comprensible, porque ha supuesto la excarcelación de una presa de ETA que había sido condenada por múltiples asesinatos, y al corregir la llamada “doctrina Parot” implantada en 2006 por el Tribunal Supremo y confirmada por el Tribunal Constitucional, es de prever que su aplicación implique nuevas excarcelaciones. Desde luego, para la mayoría de los españoles resulta difícil acoger con la más mínima simpatía una decisión que provoca la alegría de los asesinos y la indignación de las víctimas, y en ese sentido participo del desagrado que provoca en muchos la sentencia. Por lo demás, como toda decisión normativa, judicial o política, la sentencia del Tribunal de Estrasburgo es susceptible de crítica. Aunque no es posible en este breve espacio, ni adecuado en este momento inicial, llevar a cabo una crítica  jurídica rigurosa, ya desde la lectura de los fundamentos cabe apreciar que la decisión se basa en solidos argumentos jurídicos, pero no por ello deja de ser discutible y presenta algunos puntos débiles, como una aparente redefinición del concepto de “condiciones de ejecución” de la pena, para dejar fuera del mismo la situación en examen y así poder entrara a valorar el cambio de doctrina; o la argumentación conducente a impedir cualquier cambio jurisprudencial que pueda resultar perjudicial en materia de cumplimiento de las penas, con el dudoso argumento de que esa evolución jurisprudencial no podía resultar previsible.         



Pero en mi opinión cualquier crítica tiene que ser respetuosa con el Tribunal que tiene plena legitimidad para emanar la sentencia, y con todos los juristas que lo componen, y no basarse en suposiciones carentes absolutamente de toda prueba. El mismo respeto que merecen los magistrados del Tribunal Supremo y del Constitucional que entendieron que la “doctrina Parot” era compatible con la Constitución, ex exigible para quienes desde el Tribunal de Estrasburgo han dicho lo contrario. Lo que sucede es que, según nuestro ordenamiento, estos últimos tienen la última palabra. Por tanto, lo que ahora procede que haga España, su Gobierno y sus Tribunales, es acatar la decisión, cumplirla con lealtad, y aplicar la nueva doctrina a aquellos supuestos a los que realmente resulte aplicable (evitando así posibles condenas futuras). Y eso sí, seguir siempre mirando por las víctimas, y mantener la cabeza bien alta, porque España es un Estado democrático y generalmente respetuoso con los derechos humanos que ha recibido una condena (lo que les sucede a veces a todos los Estados), en este caso basada simplemente en una interpretación diferente de la que en su día con plena legitimidad y argumentos jurídicos mantuvieron nuestros tribunales.