miércoles, 28 de diciembre de 2016

La ciudad... y el derecho a la ciudad

La ciudad… y el derecho a la ciudad



            La ciudad fue creada por el ser humano como consecuencia de su sedentarización, y supuso desde el inicio un gran avance en materia de comodidad y de vida ordenada. En la ciudad se podía vivir en comunidad, lo que tiene sin duda grandes ventajas para el ser humano, pues cada uno se puede beneficiar de lo que otros producen y aportan, al tiempo que aporta algo a la comunidad. Pero sin duda alguna, la ciudad significa respeto a los demás. Sin respeto no hay vida ordenada en comunidad. Eso supone unas reglas del juego que todos han de cumplir. No en vano, “civilización”, viene de “civilis”, que tiene la misma raíz de “civis” y “civitas”; y por su parte, urbanidad procede de “urbs”, que era, por antonomasia, Roma. En cualquier caso, la ciudad nace unida a ideas como desarrollo, progreso, y comunidad, pero también respeto, orden, derechos y deberes mutuos. Pero hoy hemos convertido a muchas de nuestras ciudades en otra cosa. Tras multitud de migraciones del campo a la ciudad a lo largo de los siglos, en busca de trabajo y de mejores servicios, y tras sucesivas revoluciones industriales, hemos creado algunas macrociudades cada vez menos amables, cada vez más hostiles. Aglomeraciones, contaminación, saturación, dificultades para acceder a lugares y a servicios. Queremos las ciudades porque aquí podemos obtenerlo todo, pero en realidad todo está lejos. En cambio, en los pequeños pueblos o zonas rurales quizá hemos de conformarnos con “lo básico”, pero lo encontramos siempre cerca. Pero nuestra vida y nuestros gustos cada vez más complejos y sutiles nos llevan a querer café descafeinado, leche deslactosada (y por supuesto, desnatada), cerveza sin alcohol, y además cada uno tiene sus propias preferencias (semidesnatada, con omega 3, con soja, y así hasta mil variantes), de manera que necesitamos un supermercado con cien metros de estanterías dedicados exclusivamente a variedades de leche, pongo por ejemplo.


            Será quizá esa ciudad hostil e incómoda (exactamente lo contrario a su propósito y finalidad originarios) la que ha llevado a hablar del “derecho a la ciudad”, desde que en 1968 Henri Lefebre escribiera un libro con dicho título, examinando los déficits de las ciudades en los países de economía capitalista. Mucho se ha reflexionado sobre esa idea desde entonces, e incluso se estableció una “Carta Mundial por el derecho a la ciudad”, y más recientemente ha pasado del campo de la reflexión teórica filosófica o sociológica al mundo del derecho, como podemos ver en el reciente proyecto de Constitución de la Ciudad de México. Eso implica la necesidad de establecer las manifestaciones y las consecuencias concretas de este derecho, que de momento resulta un tanto ambiguo, en realidad parece ser un conjunto de derechos al acceso a servicios, así como diversos derechos del ámbito socieconómico como vivienda y empleo, y otros de participación. El proyecto de Ciudad de México habla de una ciudad “democrática, educadora, solidaria, productiva, incluyente, habitable, sostenible, segura y saludable”. Hay mucho que precisar, así como la necesidad de establecer garantías. Para mí que este derecho ha de tener más que ver con la “civis” que con la “urbs”, e implica ciudadanos comprometidos que, además de derechos, asumen sus deberes para con otros ciudadanos. En cualquier caso, junto a ese derecho a la ciudad cabría también reclamar el derecho al campo, a la naturaleza, a una vida rural digna y tranquila, a eso que fray Luis llamaba la “descansada vida” de quien, como buen sabio, “huye del mundanal ruido…”

(fuente de la imagen: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/derecho-la-ciudad-buen-vivir/)

jueves, 22 de diciembre de 2016

¿Navidades laicas?

¿Navidades laicas?


            En las sociedades occidentales, la separación entre el Estado y las confesiones religiosas es uno de los pilares básicos del sistema, como también lo es el reconocimiento de la libertad religiosa de los ciudadanos y de las comunidades. La cosa, por tanto, en principio estaría bastante clara: los particulares son libres de practicar sus creencias religiosas, vivir de acuerdo con ellas, y mostrarlas en sociedad (no solo en privado, como algunos dicen con absoluta carencia de fundamento, ya que sería un absurdo que, entre todos los derechos y libertades, fuera la libertad religiosa la única que no se pueda ejercer en público); en cambio, los poderes públicos deben regirse en este terreno por un criterio de neutralidad, que es compatible en algunos sistemas como el español con un deber de colaborar con las confesiones más representativas de las creencias religiosas de la sociedad. El asunto, sin embargo, es algo más complejo, porque también existe el deber de preservar y fomentar la cultura. Y muchas de las manifestaciones culturales de nuestras sociedades tienen, como mínimo, un origen religioso. Se quiera o no, es un hecho que las creencias religiosas, así como sus manifestaciones sociales, artísticas, literarias, entre otras, tienen un peso específico en nuestra cultura. Religión y cultura van muchas veces unidas. Basta pensar que gran parte de nuestro patrimonio histórico y arquitectónico está formado por iglesias y catedrales, muchas de las cuales mantienen su culto; o que la cruz está presente en gran cantidad de símbolos, por muy oficiales y laicos que estos sean, como las banderas de Suiza o Asturias, o el mismo escudo español (situada sobre la Corona). Por poner otro ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirmó que, en Italia, la presencia de un crucifijo en las aulas de las escuelas públicas es una manifestación cultural tradicional, que no vulnera la libertad religiosa.     

            La Navidad es un ejemplo bastante evidente de lo que vengo contando. En nuestras sociedades, libres y plurales, para los particulares tendrá un sentido diferente en cada caso: religioso, tradicional, familiar, o tal vez para algunos carecerá de todo sentido. Sin embargo, la práctica totalidad de los estados occidentales de tradición cristiana celebran oficialmente ese día, y las sociedades muestran desde semanas antes símbolos externos de fiesta, con ciertos ecos de fraternidad y buenos sentimientos. Incluso un régimen tan laicista como el cubano reincorporó hace años la celebración de este día. Por supuesto, eso es compatible con el deber de neutralidad del Estado, pero también con el de colaboración. Algunos creen que para mantener el carácter laico del Estado, esta celebración ha de estar, al menos en sus manifestaciones públicas, desprovista de toda simbología religiosa. Y pretenden una “Navidad laica” como única forma de hacer efectivo el principio de no confesionalidad. Yo creo que esa interpretación es errónea, y además se aleja del deber de colaboración. Primero, porque los símbolos religiosos, como por ejemplo las figuras del belén, forman parte de nuestra tradición cultural navideña, mucho más por cierto que el personaje inventado por Coca-cola hace algunas décadas. Y segundo, porque todavía una parte significativa de la sociedad tiene, acaso en estas fechas más que en otras, algún sentimiento o creencia religiosa que los poderes públicos deben tener en cuenta. Nuestra Navidad es como es, y creo que la mayoría, con mayores o menores creencias, quiere mantenerla así. En todo caso, y con independencia de lo que cada uno de mis lectores crea u opine, feliz Navidad, o “felices fiestas” a todos.   

miércoles, 7 de diciembre de 2016

República.com (y II)

República.com (y II)


            Los riesgos visibles del actual panorama del debate público en Internet son como mínimo dos: la radicalización de las personas que consumen solo contenidos informativos acordes con sus previas ideas o concepciones, y la proliferación de informaciones falsas o no contrastadas. Pero a todo problema hay que buscar soluciones, y creo que cabe apuntar algunas líneas de actuación que podrían minimizar el impacto de estos riesgos. Porque lo primero que cabe destacar es que, desde luego, Internet no es ni puede ser un “far west” que quede fuera del control jurídico. Bien es verdad que, hasta ahora, los intentos de regulación han sido tímidos, pues es obvio que todos ellos consisten en definitiva en limitar lo más valioso de este medio, que es como ya apunté una libertad de expresión e información más accesible que nunca en la historia, y no solo desde el punto de vista de los emisores, sino también de los receptores. Pero esta regulación, que implicará límites admisibles y razonables (esto es, proporcionados y congruentes con una finalidad legítima), resulta necesaria, y en esta línea se ha ido avanzando, con normas específicas en diversos sectores. Ello además de que, como es obvio, las normas civiles, penales y administrativas generales son plenamente aplicables a Internet, aunque a veces planteen dificultades concretas. Para afrontarlas han surgido en los últimos años instituciones públicas que, con mayor o menor amplitud, velan por la protección de los derechos de privacidad en la red, como son las agencias de protección de datos.

            Pero el derecho no todo lo puede, y en este ámbito ello es particularmente cierto. Por eso quiero centrarme en algunas otras medidas que convendría aplicar. En primer lugar, creo esencial la adecuada formación de los usuarios, que permita una utilización más consciente, responsable y crítica de las nuevas tecnologías. Las nuevas generaciones se familiarizan casi a la vez con las papillas y con Internet, y desde pronto reciben en los colegios formación específica en informática. Pero creo que poco se hace para que, junto con la tecnología, aprendan criterios para llevar a cabo su uso adecuado, tanto desde la perspectiva de la protección de su privacidad y sus derechos, como de los criterios correctos para no lesionar los derechos de los demás ni valores colectivos. A la vez que un niño aprende a subir fotos a Facebook, debe aprender que no puede subir cualquier foto de cualquier amigo de forma abierta; o a la vez que se aprende a compartir una noticia, debe aprender que no puede compartirse cualquier noticia sin al menos una somera contrastación. El segundo ámbito de actuación es, obviamente, el de los administradores de las redes sociales o plataformas de internet.  Ellos argumentan que no pueden (ni deben) hacer un control previo de toda información o imagen, o de los miles de horas de vídeo que cada minuto se suben a youtube; pero sí han de actuar, de forma seria y contundente, comprobando inmediatamente cualquier denuncia y sancionando, si procede, con una medida que a veces puede ser más temida que una multa o sanción administrativa, como es el cerrar las cuentas que incumplen de forma clara y reiterada la legalidad. Usuarios y administradores tienen así el derecho y el deber de controlar las opiniones, informaciones e imágenes que se emiten, y así el debate público será más sano y las redes contribuirán a su apertura y democratización, superando los riesgos que ahora apreciamos, que conducen a la radicalidad, al populismo, a la falta de veracidad y a riesgos graves para la privacidad de las personas.

(Fuente de la imagen: http://www.eldiario.es/agendapublica/nueva-politica/uso-internet-aumenta-dudas-voto_0_284171675.html)

República.com (I)

República.com (I)


            Tomo para el título de este artículo (con cita inmediata, que es como debe hacerse) el nombre de un interesante libro de Cass R. Sunstein, cuya lectura desde ya recomiendo. En este trabajo del año 2002, el profesor de Harvard reflexiona sobre las implicaciones políticas del actual panorama de medios de comunicación y de Internet. Y pone de relieve que una de las consecuencias del actual pluralismo en lo que podríamos denominar “mercado de las comunicaciones” es que las personas pueden elegir libremente el tipo de informaciones, opiniones, y en general programas o contenidos que desean consumir. Aunque esto tenga un efecto inmediato positivo, tiene también un efecto colateral no deseable, consistente en que, a base de solo recibir noticias y opiniones que van en la misma línea de lo que uno piensa, las personas se van haciendo menos tolerantes, más cerradas y radicales. Creo que Sunstein tiene razón, en líneas generales, en su apreciación, y aunque desde luego esto no es argumento que invalide los incuestionables beneficios de nuestro actual modelo de comunicaciones, sí conviene preocuparse e intentar minimizar estos “efectos colaterales” adversos. Porque además, desde la fecha del citado libro, la situación no ha hecho más que intensificarse, y de hecho los “consumos a la carta” por televisión o Internet, procedentes de empresas o profesionales que suministran diversos contenidos para que el consumidor elija, conviven y yo diría que cada vez más tienden a verse superados por consumos íntegramente en web, y muy mayoritariamente en redes sociales, cuyo origen son ciudadanos no profesionales, que pueden transmitir, junto a sus legítimas opiniones (pero no siempre muy fundadas o razonadas) informaciones que pueden resultar abiertamente falsas, pero que se extienden igual que una mecha en la pólvora.


En efecto, hoy todos somos “prosumidores” (término que utilizó en primer lugar Alvin Toffler y hoy está muy extendido, por ejemplo Jeremy Rifkin ha extraído sus consecuencias con sorprendentes predicciones para las próximas décadas), y ello tiene muy importantes consecuencias en la “Galaxia Internet” (tomo ahora esta expresión prestada de otro título, en este caso de un recomendable libro de Castells). Como he escrito en varias ocasiones, hoy cada persona es un medio de comunicación, y si por un lado esto significa que la libertad de expresión ha dejado de ser una libertad burguesa para tender a una universalización real en el acceso, por otro conlleva no pocos riesgos, como por ejemplo los propios de que la información muchas veces no es filtrada ni contrastada, ni las opiniones fundamentadas, y esto puede generar daños notorios en el debate público, y especialmente en el político. Hace poco leí en un periódico la inmensa cantidad de noticias abiertamente falsas que se difundieron por las redes sociales, especialmente en Facebook y YouTube durante la campaña electoral a la presidencia de Estados Unidos; y casi todas esas noticias alcanzaron rápidamente una gran difusión, cientos de miles de “me gusta”, o fueron compartidas en innumerables ocasiones, sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Y casi todas esas noticias, dicho sea de paso, favorecían de algún modo a Trump. No se trata de deslegitimar un resultado electoral, pero sí conviene pensar en qué medidas cabe adoptar para afrontar las consecuencias políticas y sociales de estas situaciones en las que resulta difícil controlar las informaciones falsas. A ello me referiré la próxima semana.


(Fuentes de las imágenes: http://www.eldiario.es/agendapublica/nueva-politica/uso-internet-aumenta-dudas-voto_0_284171675.html y https://politicacritica.com/2013/02/11/los-usos-politicos-de-internet-una-nueva-herramienta-para-la-movilizacion/)