Licenciados
de plata
Todo
es relativo, así que veinticinco años son mucho o poco, depende de para qué.
Son poco en el proceso de erosión de las montañas, pero son más que la vida del
mejor amigo del ser humano. Llevar esos cinco lustros como licenciado, diríamos
que no está mal de todo. Parece seguro que los que cumplimos ese requisito ya
no tenemos derecho al “bonobús” joven, ni podemos participar en un concurso de
jóvenes promesas, ni vamos a batir el récord de los 100 metros lisos (bueno,
tal vez en categoría “senior”…). Y en este país en el que todo el mundo se
tutea… de repente uno se da cuenta de que todos le tratan de “usted” o “señor”.
Pero qué quieren que les diga, cumplir las bodas de plata como licenciado tiene
también su lado bueno. Las cosas se ven de otra manera. Las ambiciones se han
moderado, pero no han desaparecido. Los problemas se relativizan y se afrontan
con mucha menos ansiedad. Uno siente que tiene ya alguna experiencia y cierta
madurez, pero que todavía le queda mucho por aprender y mejorar. El peso de los
proyectos y el de los éxitos, fracasos y decepciones pasados se equilibran; se
valora lo conseguido, sin pararse a considerar si es mucho o poco en relación a
lo imaginado en su día; pero también se mantiene plenamente firme la ilusión de
que lo mejor que uno tiene que hacer, está todavía por ser hecho. El perfecto
equilibrio entre el pasado y el futuro.
Decía
mi padre que es triste privilegio el de la edad. Pero cumplir veinticinco años
de licenciado en Derecho, siendo además la primera promoción de la Facultad de
Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, en la Universidad de Castilla-La
Mancha, ha supuesto para mí (y espero que igualmente para mis compañeros) una
de las grandes satisfacciones de la vida, como ha sido el volver a reencontrar
a buena parte de aquellos compañeros que entre 1986 y 1991 estudiamos Derecho
en aquel emblemático C.U.T., terminando finalmente, unos en la UCLM y otros en
la Complutense. Un reencuentro primero virtual, a través del grupo de whatsapp
más activo al que jamás he pertenecido, y luego real, en una entrañable comida
que bien podríamos llamar “de hermandad”. A decir verdad (aunque reconozco que
esta opinión puede ser algo subjetiva), todos los compañeros estamos más
calvos, más canosos, más gordos, o todo ello junto; mientras que todas las
compañeras están mejor que hace cinco lustros. Lo que es seguro es que, al
menos en el rato de aquel gratísimo encuentro, todas y todos nos sentimos
extraordinariamente jóvenes, guapos y felices. Hay en este grupo, cómo no,
bastantes abogados, jueces, funcionarios, profesionales de diversas empresas
privadas, profesores, algún presidente de comunidad autónoma, e incluso tenemos
más de una escritora. Pero lo bueno es que, aunque en más de un caso fue
necesaria una “nueva presentación” o mirar el cartelito identificador que
algunos lucíamos, bastaba empezar a hablar para que todo funcionase entre
nosotros como si no hubieran pasado veinticinco años, y fuéramos todavía esos
jóvenes estudiantes universitarios, temerosos de los exámenes, de los
profesores más duros o más “locos”, o viviendo aquel inolvidable viaje de fin de
carrera. Ahí estaban nuestro compañerismo y nuestra amistad, intactos,
resistentes al tiempo y a la distancia. Como el primer día. Entonces el pasado volvió
a ser historia, el futuro, un misterio ilusionante, y ese breve presente (lleno
de recuerdos de aquel pasado común) fue el mejor de los regalos.