jueves, 30 de abril de 2015

Dos extremos

Dos extremos


           
Siempre he pensado que la moderación suele ser positiva, y que en el término medio está muchas veces la virtud. Suelo alejarme tanto de los extremos, que ni siquiera quiero radicalizar este criterio de moderación (ciertamente, a veces hay que tomar partido, y la equidistancia deja de resultar la postura más acertada cuando se trata, por ejemplo, de elegir entre el bien y el mal…). Por eso, en el mundo del Derecho siempre he huido de dos posiciones extremas igualmente peligrosas. Estas dos posturas no solo son propias de juristas, sino que las he visto en muchas personas desvinculadas de esta especialidad, y tengo la sensación de que se corresponden en realidad con dos formas de entender la vida en sociedad y nuestras relaciones con otras personas.

            La primera de esas posturas extremas consiste en entender que el Derecho está al servicio de la sociedad o de la política, extrayendo como consecuencia que podemos saltarnos su letra y/o su espíritu cuando lo exija un fin superior, que a veces se reviste de una idea de Justicia, pero normalmente suele ser, en realidad, las exigencias o necesidades del poder. Según esta concepción, el Derecho es mero instrumento al servicio de fines más importantes. Aunque la mayoría coincidiríamos en que el Derecho debe tender a la Justicia, en realidad esta postura extrema supone un desprecio del propio Derecho, y olvida que el mismo debe ser siempre un límite al poder, pues de lo contrario no viviríamos en un Estado de Derecho, sino en un sistema en el que, al final, todo se supedita a los intereses que marca el poder. Y si bien todo esto tiende a enmascararse con la idea de que el poder corresponde en realidad al pueblo como soberano, y este no reconoce límites, es muy importante recordar que, cuando el pueblo actúa a través de sus representantes ordinarios, deben respetarse los principios y mandatos constitucionales; e incluso cuando el pueblo actúa como poder constituyente, solo puede expresar su voluntad sometiéndose a ciertas formas y procedimientos regulados por el Derecho. Pero no menos peligroso es el extremo contrario, según el cual el Derecho es siempre un límite inflexible cuya aplicación no admite matices y debe ser ciega a la realidad. La mayoría de las veces, quienes defiende esta postura (o se comportan partiendo de estas premisas), suelen quedarse en la letra de la ley, o incluso en realidad en una interpretación subjetiva y discutible de la misma, y consideran que dicha interpretación es sagrada e infranqueable, sean cuales sean las consecuencias. Para evitar esto, hace milenios que se reconoce la equidad como criterio aplicativo, y ya los romanos advertían de que muchas veces el “summum ius”, supone en realidad “summa iniuria”, y del peligro de quienes piensan que “fiat iustitia et pereat mundus”. Si la otra postura sometía el Derecho a un conjunto de valores o finalidades materiales cuyo contenido y significado se determina en una sede externa (Derecho como simple medio), este extremo lo reduce a una pura forma ajena a todo criterio de justicia material, e ignora que ni la literalidad ni los criterios interpretativos admiten una concepción matemática (Derecho como fin absoluto en sí mismo). Cuando se abandona el sentido común, estamos perdidos.    

(foto: http://garsencapital.com/justicia-y-talento/)

jueves, 23 de abril de 2015

Luis Ortega

Luis Ortega
           


Hace unos días, Luis Ortega nos dejaba de forma totalmente inesperada. Un infarto acabó con su vida, dejando un hueco importante en la doctrina jurídica española y en el corazón de los colegas y amigos que le apreciábamos. Luis Ortega Álvarez era Catedrático de Derecho Administrativo de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, en la Universidad de Castilla-La Mancha, y además magistrado del Tribunal Constitucional español. Mi querido colega Isaac Martín Delgado ha sintetizado de forma excelente la muy destacada trayectoria intelectual de Luis Ortega en una reciente publicación en diversos medios. Yo ahora quisiera, prescindiendo de enumeraciones que serían inacabables, emplear este reducido espacio en resumir brevemente lo creo que ha supuesto su figura en términos académicos (para la doctrina, para la UCLM, para nuestra Comunidad Autónoma), así como lo que ha supuesto para mí.

Comenzando por lo primero, su trayectoria le ha convertido en una de las referencias más importantes no solamente en el ámbito del Derecho Administrativo, sino más ampliamente de todo el Derecho Público, y no solamente en España sino en el plano internacional. Dos de sus líneas de investigación, la relativa al Derecho Autonómico y la del Derecho Europeo, trascienden el terreno del Derecho Administrativo, y sus aportaciones han tenido y mantendrán por mucho tiempo interés para especialistas en diversas ramas del Derecho. Por lo demás, su desempeño como magistrado del Tribunal Constitucional es probablemente uno de los más altos destinos a los que puede aspirar un jurista, y su designación estuvo sin duda sobradamente justificada. Por otro lado, hay que destacar su aportación a la UCLM, donde desempeñó diversos cargos de importancia como el de Director del Departamento o Vicerrector del Campus de Toledo, y fundó el Centro de Estudios Europeos, siendo sin duda una de las personas que más ha contribuido a “crear” y desarrollar nuestra Universidad. En tercer lugar, sus aportaciones a la propia Comunidad Autónoma (que menciono como ejemplo de las que realizó a las diversas administraciones) por la vía del asesoramiento y la propuesta tuvieron gran relevancia, alcanzando quizá su mayor nivel en su aportación a reforma del Estatuto de autonomía, que aunque no llegó a entrar en vigor contenía sin duda elementos muy interesantes. En suma, se ha ido un excelente jurista tanto teórico como práctico. Yo le conocí en el curso 1991/92, ya que fue mi profesor en el curso de doctorado sobre “los derechos sindicales de los funcionarios públicos”. También asistí a varios de los “seminarios de estudios autonómicos” que él dirigía, foro en el que más tarde fui invitado como ponente. Fue, así, primero mi profesor, y luego un colega a quien siempre he admirado por su rigor y su nivel jurídico, su inteligencia y su agudeza, su capacidad de trabajo y el trato cercano y correcto que siempre me deparó. Mucho he aprendido de él. Expreso hoy mi pena por su pérdida y transmito mis sinceras condolencias a familiares, colegas y amigos.          

martes, 14 de abril de 2015

Maestros y discípulos

Maestros y discípulos


            
Una cosa es la relación entre profesor y alumnos (o entre alumnos y profesor), y otra distinta la que existe entre maestro y discípulo (o entre discípulo y maestro). En ambos casos, para quien vive esta experiencia con verdadera vocación, siempre hay algo personal que va más allá de lo estrictamente profesional. Pero la relación entre maestro y discípulo, incluso circunscribiéndonos al ámbito estrictamente académico, es algo muy especial que no admite parangón con ninguna otra relación, y menos aún con las relaciones jerárquicas que son habituales en el ámbito funcionarial o administrativo. El maestro no es un profesor, no es un mero tutor, no es un guía o consejero intelectual o espiritual, no es un amigo, no es, desde luego, un padre… pero tiene un poco de todo ello. Por eso, aunque puede haber muchos “maestros” en una rama del saber, en un ámbito científico o en cualquier disciplina, para cada uno suele haber un solo y verdadero maestro. Y ese es quien nos enseña las bases y los fundamentos de la disciplina, quien nos introduce en la misma y nos da las pautas que nos servirán para progresar siempre. En la Universidad esta persona suele coincidir con quien dirige nuestra tesis doctoral. Hoy, “oficialmente”, en el ámbito académico ya no se usa la palabra maestro, sino las de “tutor” o “director”, pero yo sigo creyendo que aquel término es, por varios motivos, mucho más hermoso y descriptivo de la relación, cuando esa relación es lo que debe ser. Cuando defendí mi tesis doctoral di las gracias a mi “verdadero maestro”, y un miembro del tribunal me objetó que Maestro solo hay uno: el de Nazaret. Como creyente comparto sin matices esa apreciación, pero por la misma razón, ser “maestro” aunque sea con minúscula, significa mucho y supone una gran responsabilidad, consistente en orientar y ser ejemplo, aunque sea en el reducido y modesto ámbito de una disciplina artística o científica. Por otro lado, la palabra maestro, nos remite a los gremios medievales, y se relaciona con un aprendiz a quien los saberes del oficio se le transmiten de forma individual, cuidada, empírica, basada en la convivencia diaria y en la experiencia.


            Recientemente he escrito los prólogos de cara a la publicación de las tesis doctorales de algunas de mis discípulas, y mientras lo hacía pensaba en realidad en todo esto. Pensaba también en quién redactará estas normas y criterios en los que se aconseja “mantener una relación profesional” entre doctorando y director, aunque igualmente se recomienda al propio doctorando “fomentar relaciones humanas fluidas”. Pero preferí alejar ese pensamiento, y acordarme más bien de mi maestro en lo académico, el profesor Eduardo Espín, de quien tanto he aprendido. Pensé entonces en si yo supe ser un buen maestro para estas discípulas. Aun cuando soy consciente de que cada obra responde al trabajo y la responsabilidad de su autor (en estos casos recientes autoras), y aun cuando no siempre coincido con sus opiniones, no dejo de verme reflejado en bastantes aspectos de esos libros. Y pensé, en fin, en que el trabajo con cada uno de mis discípulos (permítanme el término, pues creo que es el más adecuado) me ha ayudado a crecer como profesor, investigador y persona. Y me sentí agradecido por ello. 

jueves, 9 de abril de 2015

¿Definiciones ofensivas?

¿Definiciones ofensivas?
            


Indudablemente, un idioma pertenece a quienes lo hablan y lo escriben, y su evolución viene marcada por el uso que estos hacen de las distintas palabras. Estas nacen, se desarrollan, adquieren o pierden significados diferentes, y pueden terminar por caer en desuso. Pero para que el idioma se mantenga como un instrumento común que permita entenderse a millones de personas (a veces cientos de millones y en muy distintos ámbitos geográficos) es necesario que se fijen criterios que permitan distinguir cuál es, en un momento dado, el uso correcto de cada término. Este es uno de los motivos por los que la labor de la Real Academia de la Lengua resulta tan compleja. El Diccionario no puede ser meramente un diccionario “de uso” (dejando a un lado el caso de los diccionarios específicos), pero desde luego no puede ignorar el empleo que los hablantes hacen de cada palabra y el sentido que le dan. Ahí aparece la tensión entre el “ser” y el “deber ser”, entre la función descriptiva y la prescriptiva, siendo ambas consustanciales al diccionario. Apuntaré unos pocos ejemplos.


            Aunque nuestra Constitución se refiere en su artículo 49 a la protección de los “disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos”, hoy el término “disminuido” que el Diccionario de la RAE define como “que ha perdido fuerzas o aptitudes, o las posee en grado menor a lo normal”, está prácticamente desterrado en este contexto, como también lo está su sustituto “minusválido” que sin embargo sigue significando “discapacitado”. Pero es que incluso esta última palabra (“discapacitado”, en realidad un calco del inglés “disabled”) comienza a ser sustituida por perífrasis como “personas con discapacidad” o incluso “personas con capacidades diferentes”, a pesar de que su definición nos remite inequívoca y exclusivamente a una persona “que padece una disminución física, sensorial o psíquica”. Así que cada eufemismo termina siendo una palabra tabú, y a pescadilla termina mordiéndose la cola. Otro ejemplo: ¿debe o no recoger el Diccionario las palabras “marica” y “maricón”, y en caso afirmativo cómo definirlas? Es claro que el Diccionario no debe eludir u ocultar los insultos o palabras malsonantes, pero debe indicar esta característica o cualidad. Por eso parece acertado (y por lo que parece, ha sido bien valorado por algunas asociaciones de gais) que la última edición del Diccionario, manteniendo las palabras, haya eliminado la acepción de “maricón” como “sodomita”, señalando “despect. malson”, y remitiéndose a “marica”, en cuyas acepciones, con la excepción de “urraca” (un ave similar al cuervo), se especifica el carácter malsonante o de insulto que tiene esta palabra. Idéntica lógica parece justificar la reivindicación del colectivo gitano de que la RAE retire la quinta acepción de la palabra “gitano, na” que la define como “trapacero”, sin otra indicación que “u.t.c.s.”; Este significado se ha incorporado en la nueva edición, aunque al tiempo haya desparecido la acepción coloquial “que estafa u obra con engaño”. Si bien por desgracia algunas personas pueden dar ese sentido u otros similares al término, el sentido prescriptivo del Diccionario, y la mera conveniencia de reflejar el sentido o matiz habitual que tienen las palabras, harían recomendable, como mínimo, que se indique el sentido despectivo o insultante que tiene esa acepción.    

lunes, 6 de abril de 2015

Maletas

Maletas


           
Hacer las maletas requiere siempre como labor previa plantearse qué es lo esencial, y mucho más cuando se va a subir en un avión, dada la tendencia cada vez más intensa de las compañías a limitar el peso y las dimensiones máximas de lo que puede llevarse. Para hacer las maletas hay que seleccionar, y cada vez que hago una maleta para viajar a algún lugar temo dejarme algo importante o que vaya a necesitar. Un amigo me comentó alguna vez que esa sensación carece de justificación, pues salvo que se vaya a la selva, uno podrá encontrar siempre donde vaya, aquello que necesite o lo que haya podido olvidar. Es cierto, pero quizá de alguna manera siento que cuando estoy lejos de mi hogar me encontraré como en la selva. Me parece que cualquier sitio puede resultarme inhóspito, desconocido y potencialmente hostil, sobre todo antes de salir de casa. La realidad es que, cuando regreso de un viaje, compruebo casi siempre que es mucho más lo que llevé y no necesité, que lo que necesité y no llevé. Y es curioso, pero particularmente cuando alguna vez he viajado a sitios inhóspitos, aislados o selváticos, me ha sobrado casi todo y en realidad muy poco era el equipaje necesario.


            Haciendo las maletas, a veces pienso en la paradoja de acumular en nuestras casas más y más ropas, objetos, y utensilios variados destinados a vivir de forma más cómoda, acceder rápidamente a cualquier información, o estar conectado en cualquier lugar, y luego tener que dejar la inmensa mayor parte de todas esas cosas precisamente cuando creemos que más falta podrían hacernos por estar lejos de nuestro hogar. Y esta paradoja se une otra no menos llamativa, consistente en que tantas veces los viajes que hemos emprendido con el escaso equipaje que cabe en una maleta de 23 kilos (¡o a veces de 15!) nos han permitido disfrutar de momentos únicos en la vida y que luego recordamos mucho más que los que hemos pasado en casa, rodeados de todo cuanto podamos necesitar. Incluso diría que cuantos menos objetos y complementos se llevan en la maleta, más experiencias inolvidables nos depara el viaje, y así por ejemplo, cuando he preparado una maleta en la que no he tenido que meter corbatas, trajes ni muchos utensilios tecnológicos, con frecuencia el viaje me ha deparado momentos diferentes o vivencias inolvidables. Acaso sea ese “gen inquieto” típicamente humano, que nos empuja a buscar la aventura, a adentrarnos en lo desconocido, a conocer y explorar nuevos lugares, a vivir situaciones diferentes. Como bien saben los montañeros, los exploradores y los peregrinos, para llegar por medios propios a lugares remotos o extremos es importante llevar todo aquello que nos resulte necesario para hacer frente a condiciones mucho más difíciles que las que afrontamos habitualmente, pero tanto o más importante es ir ligero de equipaje. Detrás de cada maleta hay una persona que ha pensado en lo que es imprescindible, y cuando espero (a veces en un rato que se hace interminable) la salida de las maletas en la cinta del aeropuerto, pienso en lo que cada una de ellas podría contarnos. Y si las maletas vuelven a veces más llenas de lo que iban, no es solo por aquello que adquirimos o nos regalan en el viaje, sino también porque de algún modo en el regreso transportan además las vivencias y sensaciones experimentadas durante el viaje, que enriquecerán nuestro espíritu y formarán ya para siempre parte del “equipaje” de nuestros recuerdos.

(imagen tomada de http://blogs.elpais.com/paco-nadal/2014/02/tu-maleta-te-delata.html)

extracto programa televisión CDT constitucionalismo iberoamericano