El
pueblo, las reglas, el gobierno… y “la gente”
Como suele suceder después
de muchas elecciones, todos creen haber ganado, y en realidad no está muy claro
a quién hay que dar la enhorabuena. Esto sucede en realidad por las
características y reglas propias del sistema parlamentario, que, con sus
ventajas e inconvenientes, parte de una premisa tan obvia como chocante e
incluso extraña para muchos ciudadanos: el pueblo no elige directamente a sus
gobiernos. En efecto, nosotros no elegimos ni a nuestro alcalde, ni al
presidente de nuestra Comunidad Autónoma, ni al del Gobierno español, y mucho
menos a los correspondientes equipos de gobierno. Es verdad que la saludable
costumbre de los partidos de anunciar antes de las elecciones quién es su
candidato a ocupar cada uno de estos puestos, mitiga ese “salto” entre
electores y gobiernos, pero en situaciones como la actual, con carencia casi
total de mayorías absolutas, se aprecian con toda claridad las consecuencias de
esta característica. En estos supuestos es tan habitual como necesaria la
búsqueda de pactos para constituir gobiernos estables. Estos pactos pueden
conducir simplemente a facilitar (con el voto favorable o con la abstención
cuando pueda bastar con esta) la investidura de un candidato, pero pueden ir
más allá, desde el compromiso de apoyos a las iniciativas previamente acordadas
o programadas, hasta el pacto de legislatura, con o sin la entrada en el
Gobierno de todos los grupos que pactan.
Todo ello es siempre admisible y
plenamente legítimo en una democracia parlamentaria, pero no es correcto
plantear necesariamente los pactos y los gobiernos resultantes como un reflejo
directo de la voluntad popular o como la más correcta interpretación de esta, salvo
que dicho pacto o los apoyos de cualquier tipo a otras fuerzas se hubieran
anunciado y hubieran sido conocidos por los votantes antes de las elecciones.
Fuera de estos casos, la única voluntad popular explícita es la que se manifiesta
en la elección de los representantes (concejales o diputados), y es en una fase
posterior cuando estos eligen al alcalde o presidente. Y desde luego, esto es
particularmente cierto cuando los apoyos o pactos que finalmente se producen
habían sido descartados antes de las elecciones. Por todo lo anterior, aunque
uno ya no se sorprende de casi nada, no dejan de resultar más que curiosas
algunas actitudes. Por un lado, la de quienes, aun cuando resulta claro que habiendo
obtenido globalmente más votos y escaños que otros van a sufrir una inmensa
pérdida de poder en el nivel de los gobiernos, quieren plantear ese resultado casi
como un éxito. Por otro, la que aquellos que, a pesar de resultar manifiesto
que han quedado en segundo lugar tanto en votos como en escaños, se apresuran a
celebrar la noche electoral una victoria que no existe en el nivel de los
representantes, y que para darse en el nivel de los gobiernos requiere de
apoyos o pactos no conocidos, y hasta expresamente negados por la otra parte. Y
en fin, la de quienes habiendo obtenido apoyos populares minoritarios (tal vez
menos del diez por ciento) consideran que ellos hablan en nombre de “la gente”
y se permiten dar lecciones de lo que hay que hacer por y para “la gente” a
quienes les triplican en apoyo popular. “La gente” es un concepto vacío en
términos jurídicos o políticos, ya que es el pueblo el que expresa su voluntad,
pero creo que algunos lo han inventado para explicar que una minoría (por muy
decisiva que llegue a ser) parece tener, por alguna razón que se me escapa por
completo, una legitimidad superior la mayoría.