miércoles, 24 de mayo de 2017

El precio del éxito

El precio del éxito


Vamos a decirlo claramente: en este país se puede tolerar que algunas personas famosas sean guapas; más a regañadientes admitimos que, además, vivan felizmente con una pareja tanto o más guapa que la persona en sí; más criticable es que tengan éxito personal y profesional. Pero lo que ya es totalmente inadmisible es que hayan ganado una gran cantidad de dinero, y además lo hayan hecho lícitamente con su esfuerzo. Ahí ya la gente empieza a ver cosas raras. Si alguien suma todos estos elementos, algunos sienten que la situación les da patadas en la boca del estómago. Lo de Brad Pitt y Angelina Jolie era insoportable para muchos, pero ya que se divorciaron, y además es una situación lejana, no molesta tanto como otras. Cristiano Ronaldo y Gerard Piqué encabezan probablemente en ranking de las envidias por éxito, dinero y parejas, y además se puede añadir la rivalidad deportiva (y algo más que deportiva). Pero como digo, de todos los factores mencionados, el que más destaca es el dinero. Para algunos, rico y honrado son adjetivos incompatibles. Si alguien tiene mucho dinero, será porque algo inadecuado ha hecho. Y si además quiere emplear parte de ese dinero en fines públicos, sociales, benéficos, o simplemente invertirlo en actividades que puedan generar al tiempo un beneficio para la comunidad, algo raro hay ahí. O es poco, o es de procedencia ilícita, o al menos inmoral, o busca oscuras y ocultas intenciones. No estoy muy seguro, pero tengo para mí que este rechazo al potentado que realiza alguna acción más o menos filantrópica o altruista es muy español, y no se da –al menos con la misma intensidad- en otros lugares. En cualquier caso, recientemente hemos contemplado dos ejemplos paradigmáticos (y un tanto ridículos) de lo que afirmo.


Hace algunas semanas, Amancio Ortega, dueño de Inditex, empresario más rico de España, y una de las personas más ricas del mundo, donaba 320 millones de euros a la sanidad pública, para la adquisición de valiosos equipos de enorme utilidad en la lucha contra el cáncer. Algunos tardaron poco en aprovechar la ocasión para criticarle ampliamente. Quizá sean los mismos que, poco tiempo antes, empezaron a buscar todo tipo de motivos para dañar su imagen, quizá porque no pudieron soportar el emotivo vídeo que se difundió en su octogésimo cumpleaños; o simplemente, se disgustaron porque una persona que ha fundado un imperio económico gracias a una idea original y diferente llegue a esa edad rodeado y querido por sus familiares, por sus empleados y por muchos de sus clientes. Así que optaron por responsabilizarle, sin mayores fundamentos, de la explotación de personas en Asia o en cualquier lugar del mundo, o simplemente por afirmar que lo que había donado, para él, no era nada. Que digo yo que, aunque nunca hay que olvidar la parábola del óbolo de la viuda, y habrá seguramente héroes anónimos que hayan hecho un esfuerzo igual o mayor, eso no le quita ningún mérito a Amancio Ortega. El segundo ejemplo es el de Antonio Banderas, quien ha abandonado un proyecto cultural muy relevante que supondría una importante inversión en su querida ciudad de Málaga, harto de escuchar críticas e insultos a su persona y a su supuesta intención al materializar esa inversión. Él argumenta que no buscaba la rentabilidad, pero aunque la hubiera obtenido, no es un delito ni eso significa que no fuese un buen proyecto para Málaga. Pero ya se sabe, a algunos las palabras “privado”, “beneficio” o “empresa” les producen urticaria. País…       

(Fuente de las imágenes: http://www.forbes.es/actualizacion/2446/amancio-ortega-sigue-liderando-la-lista-forbes y http://segundoenfoque.com/antonio-banderas-luego-del-infarto-lo-mejor-esta-por-venir-34-338506/)

jueves, 18 de mayo de 2017

La muerte y...

La muerte y…



            Se atribuye a Benjamin Franklin (aunque parece que antes la realizó Daniel Defoe) la afirmación de que solo hay dos cosas ciertas en la vida: la muerte, y los impuestos. Incluso podríamos añadir que la única que conocemos por experiencia propia es la segunda. Pagar impuestos es ineludible, pues basta comprar, vender,  tener una nómina, tener un coche, echar gasolina, desde luego morirse, y casi casi respirar, para tener que hacerlo; aunque, por lo que estamos conociendo, algunos han eludido parte importante de sus obligaciones en la materia. De todos modos, aunque la tentación de desmoralizarse es grande, no seré yo quien incite a no cumplir con nuestro principal deber constitucional. Pero no solo es importante que todos estemos concienciados de la importancia de su cumplimiento, sino también que haya leyes que garanticen la respuesta adecuada para los defraudadores. Otra cita de Franklin nos dice: “Leyes demasiado suaves nunca se obedecen; demasiado severas, nunca se ejecutan”. Y algo más recientemente, C. S. Nino destacaba en “Un país al margen de la ley” la incidencia positiva que la conciencia sobre el cumplimiento de la ley de forma voluntaria y generalizada tiene en el desarrollo de los países. Pero todo esto no es óbice para destacar que, también con demasiada frecuencia, la voracidad recaudadora del Estado, tanto en las leyes como en la aplicación que les dan las autoridades tributarias, no encuentra límites. Y, lo que es peor, a veces no parece seguir parámetros demasiado justos, coherentes, o lógicos.


            Convendría no olvidar que el artículo 31 de la Constitución española, además de establecer el deber de contribuir a los gatos públicos, constitucionaliza los principios del sistema tributario, que son: universalidad, justicia, capacidad económica, igualdad, progresividad, y no confiscatoriedad. Pero demasiadas veces nos encontramos con situaciones casi surrealistas, en la norma y en su aplicación. Por poner algún ejemplo, he comprobado en varias ocasiones que las autoridades aduaneras pretendían hacer pagar el impuesto de aduanas por tesis doctorales o trabajos fin de máster que se remitían a los miembros del tribunal, con un valor económico cero. En otras ocasiones tributamos por rentas o beneficios estimados, supuestos o ficticios, como por cualquier vivienda de propiedad no arrendada. Uno de los extremos más surrealistas se daba en el impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana (coloquialmente denominado “plusvalía”), que había que pagar aun en los casos en los que, en lugar de un incremento, en el momento de la transmisión se pusiera de manifiesto una disminución de ese valor. Comprensiblemente, el Tribunal Constitucional, que ya había declarado la inconstitucionalidad de esa situación en la norma de Guipúzcoa, ahora lo ha señalado respecto a la normativa estatal. La sentencia es trascendente, ya que aunque solo declara la inconstitucionalidad en tales situaciones, obligará a una reforma de todo el impuesto, en la que según creo ya se trabajaba. Pues incluso en casos de incremento, no parece que deba tributarse igual cuando este ha sido insignificante, que cuando ha sido muy notorio. Es una más de las sentencias que ha puesto de relieve incomprensibles irregularidades en nuestra normativa tributaria, y seguramente queda más de una. Porque, en efecto, sabemos que moriremos y que pagaremos impuestos. Pero igual que reclamamos (en lo posible) una muerte digna, al menos podemos exigir unos impuestos justos.

(Fuente de la imagen: https://www.enriquedans.com/2016/04/la-muerte-y-los-impuestos.html)

jueves, 11 de mayo de 2017

Los del Atleti

Los del Atleti


        
    Lo primero de todo: sabemos que, antes de todo y por encima de todo, el fútbol es un juego y un deporte. Nada más… y nada menos. Se puede ganar y se puede perder. Pero ambas cosas hay que saber hacerlas con “espíritu deportivo”. Siempre respetamos al rival, pero nunca lo tememos. Damos la enhorabuena al que gana, aunque sea nuestro “eterno rival”. No despreciamos a nadie. Pero además de todo eso, nos sabemos diferentes. Ni mejores, ni peores, pero de algún modo especiales. No en todos los estadios, los aficionados del equipo local permanecen tras su eliminación para aplaudir y jalear a sus jugadores. Tampoco siempre se ve que, tras perder una final de la Copa del Rey, 50.000 aficionados permanezcan en el estadio animando más que los ganadores (como sucedió hace unos años en el Camp Nou frente al Sevilla). Ni que una la afición apoye a un equipo grande todos los fines de semana durante dos largas temporadas en segunda división. Algunos se apresuran a interpretar esto como una señal de falta de exigencia, frente a otras aficiones que abandonan o increpan a su equipo en la derrota, porque no aceptan otra cosa que la victoria. Yo creo que algunos tampoco entienden esto: mientras otros exigen siempre resultados, los atléticos exigimos entrega, “coraje y corazón”, y cuando esto se cumple, lo reconocemos aunque el objetivo no se haya logrado.


            Realmente no somos una secta. Somos un colectivo de personas muy diferentes, heterogéneo desde casi todos los puntos de vista. Pero sentimos que tenemos algo en común. No es un simple sentimiento, más o menos aleatorio o vacío. Es una manera de entender muchos aspectos de la vida. Sabemos que “si se cree, y se trabaja, se puede”. Sabemos también que lo que parece imposible se puede conseguir en ocasiones. Que la fe, la voluntad y el esfuerzo a veces pueden tanto o más que el dinero y los medios materiales. Solo eso explica que, desde hace ya algunos años, nuestro equipo esté deportivamente muy por encima de sus posibilidades económicas, derrotando o eliminando a equipos con mucho mayor potencial, incluyendo a todos los más grandes equipos europeos. Pero también sabemos que a veces, en la vida, se hace todo lo que se puede, se da todo, y sin embargo no se consigue el objetivo. Sabemos que pueden influir la suerte y muchos otros factores. A fin de cuentas, hablamos solo de un deporte y de un juego. Pero sobre todo sabemos que de las derrotas también se aprende, incluso más que de las victorias. Hemos aprendido a levantarnos siempre tras una caída, y a conseguir que, en nuestro estado de ánimo y nuestra moral, las derrotas dejen pronto de influir, mientras que recordamos los éxitos próximos o remotos con todo lujo de detalles. Y aunque nos llamen “sufridores”, está claro que no nos gusta perder ni sufrir. Pero sí nos gusta mejorar, y en ese continuo deseo de crecimiento probablemente influyen más las derrotas que las victorias. Los que creen que lo ganan todo y siempre lo van a ganar, dejan poco espacio a la capacidad de mejorar.  Yo no sé si todos los aficionados del Atlético sienten hoy esto, pero yo sí siento que todo esto, y mucho más, es lo que significa “ser del Atleti”. Y creo que esto encierra valores que se pueden defender con orgullo y transmitir a las nuevas generaciones. Para que cuando vean a la afición apoyando y jaleando al equipo tras su caída, lo entiendan de inmediato.