miércoles, 24 de abril de 2019

Metadebates

Metadebates



            Si bien en todas las campañas electorales la cuestión de los debates entre los candidatos ocupa una importancia destacada, quizá en esta la cosa ha llegado al extremo de que casi han tenido más protagonismo lo que podríamos denominar “debates sobre los debates”, que los debates finalmente celebrados. Hemos visto cómo ha habido polémica sobre la propia necesidad de celebrar debates, y sobre quiénes deberían participar en ellos. Al final, una extraña combinación de factores, empezando por la ley electoral y la interpretación llevada a cabo por la Junta Electoral Central, y siguiendo por la actitud de inicial del candidato que actualmente preside el Gobierno, empeñado en principio en celebrar solo un “debate a cinco”, y la posición de televisiones públicas y privadas, han dado un resultado que, comprensiblemente, resulta sorprendente y llamativo: dos debates entre los cabezas de lista, ambos integrados por los mismos cuatro candidatos, y celebrados en días consecutivos. Y, sin embargo, ningún “cara a cara”, ni tampoco debates más amplios entre “primeras espadas” -si se me permite la expresión-, que hubieran incluido a otras fuerzas con representación parlamentaria, e incluso a aquella a la que todas las encuestas pronostican una muy destacada representación en el Congreso a nivel nacional, como es el caso de Vox. 

            Vaya por delante que la Junta Electoral, que ha hecho desde hace décadas una labor muy positiva en el desarrollo, interpretación y aplicación de la normativa electoral, se ha limitado una vez más a interpretar la ley y aplicar sus propios precedentes (cabe recordar que en anteriores elecciones generales Ciudadanos y Podemos sí participaron en estos debates porque, aunque no tenían previa representación en el Congreso, sí la habían obtenido en elecciones anteriores del mismo ámbito territorial, como son las europeas). Además, el criterio de la Junta no implicaba rotundamente la exclusión de Vox, sino la imposibilidad de que participase si quedaban excluidas otras fuerzas que sí tienen representación parlamentaria (que fueron las que recurrieron a la Junta). Con todo, creo que el resultado resulta demasiado cerrado y un tanto contraproducente, cuando todo el mundo puede entender como manifiesta la irrupción de una quinta fuerza de ámbito nacional, aunque hasta ahora solo contrastada en resultados electorales autonómicos. Una interpretación más flexible podría haber adaptado el criterio a la situación actual, que carece de precedentes que reproduzcan todos los parámetros. Creo que, sin magnificar la trascendencia de los debates electorales, son un elemento cada vez más importante para la información del electorado, y requerirían, como otros aspectos de la LOREG (pienso por ejemplo en la nunca muy bien justificada prohibición de publicar encuestas en los últimos cinco días de campaña) una regulación más actualizada, que asegure la celebración de debates en distintos formatos: como mínimo un “cara a cara” (aunque nuestro modelo es parlamentario y nuestro sistema cada vez más multipartidista, no hay que olvidar que, indirectamente, estamos eligiendo Gobierno, y todos los votantes piensan en ello de algún modo al depositar su voto); otro con todas las fuerzas representativas a nivel nacional, y otros que incluyan a la totalidad de las fuerzas con representación parlamentaria. El resultado de dos debates idénticos, en los que los excluidos (Vox y los nacionalistas catalanes y vascos) han resultado ser principales protagonistas, y además serán probablemente la llave de las posibles combinaciones de Gobierno tras las elecciones, es cuando menos absurdo. Y en fin, yo no sé si esta exclusión perjudica o beneficia a dichos partidos, pero creo que imponer la proporcionalidad en contra del pluralismo no es la mejor solución. Y creo, sobre todo, que la mejor manera de evitar los extremismos, las posiciones radicales, y aquellas que apelan más a sentimientos e instintos que a la razón, no es excluirlas de los debates públicos, sino más bien someter en esos foros sus ideas y propuestas a un mínimo contraste y crítica. A pesar de importantes reformas como la de 2011, la LOREG necesita a mi juicio una nueva adaptación al tipo y formato de campaña que hoy realmente es importante. 

(Fuente de la imagen: https://www.marca.com/tiramillas/actualidad/2019/04/23/5cbf5c3fca4741da598b457e.html )

miércoles, 17 de abril de 2019

Religión y política

Religión y política



            La inusual coincidencia de la Semana Santa con la campaña electoral (en su sentido más estricto) de las elecciones generales me ofrece un pretexto, tan válido como cualquier otro, para reflexionar brevemente sobre las relaciones entre religión y política. Si pensamos en la historia de occidente, encontramos que en la antigüedad, por ejemplo en Roma, poco a poco el derecho y la política se fueron desvinculando de su sentido religioso, que originariamente poseían casi todos los preceptos. En la Edad Media, mientras el poder político se caracterizaba por la dispersión propia del feudalismo, el poder religioso o espiritual se concentraba en el Papa, que sin perjuicio de actuar durante todos los siglos posteriores como un jefe de Estado más, con sus propios intereses políticos, suponía un elemento de unión entre todos los reinos cristianos, y en cierta medida un suprapoder. Eso se rompe en parte en la Edad Moderna, ya que con la reforma protestante se implanta el principio “cuius regio, eius religio”, que si por un lado suponía la ruptura de la unidad religiosa anterior, por otro lado significó la unidad, en cada naciente Estado, entre poder político y poder religioso. Ello se muestra claramente en algunos Estados de la reforma, en los que el rey pasaba a ser la cabeza de la Iglesia (el caso de la Iglesia anglicana, que se mantiene hasta hoy aunque con efectos meramente formales, es paradigmático). Pero todo Estado moderno buscó en una unidad religiosa uno de sus ingredientes o pilares fundamentales, y en este contexto se entiende, por ejemplo, la expulsión de los judíos por parte de los Reyes Católicos, tan criticable por muchos otros motivos (y sobre todo a la luz de nuestros ojos actuales). Así como tantas guerras con un trasfondo religioso.

            Por contraste con la etapa anterior, la Edad Contemporánea se abre con la Revolución Francesa, uno de cuyos objetivos fue la radical separación entre el poder político y el religioso, y en particular entre el Estado y la Iglesia católica. Este avance, sin embargo, no se logró implantar sin dificultades, ni de forma inmediata, ni en todos los lugares por igual. Hoy, una de las características esenciales del Estado democrático es el reconocimiento de una plena libertad religiosa, lo que implica un pluralismo religioso en nuestras sociedades. Este es un principio irrenunciable, cuya implantación y reconocimiento no puede someterse al juego de las mayorías. Ello es compatible, sin duda, con la cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas, o incluso, como dice nuestra Constitución, con el deber de los poderes públicos de “tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española”. También es compatible, por supuesto, con que las personas valoren, a la hora de elegir a sus representantes, sus programas en materia de relación con las confesiones religiosas, o en los más variados temas que puedan tener conexión con cuestiones que, no siendo solo religiosas, sino también morales, políticas y sociales, tengan esa dimensión espiritual. Por lo demás, y como parte de esa separación, ni las confesiones religiosas deberían intentar “orientar” el voto de sus fieles, ni el poder público puede pretender que los líderes religiosos, o los propios creyentes, no expresen su opinión ante aquellos temas que consideren “sensibles” desde la perspectiva de sus creencias. En fin, siendo tantas estas cuestiones, no creo que ningún partido pueda (ni deba) presentarse como el más próximo a los principios o creencias de determinada confesión religiosa, intentando así “monopolizar” el voto de sus creyentes y forzar una identificación inexistente. Que yo sepa, y por fortuna, ninguna confesión pide el voto a un partido determinado, y así debe ser, por las razones ya expuestas.  

(Fuente de la imagen: https://sentiido.com/la-mezcla-entre-religion-y-politica-inevitable/)

miércoles, 10 de abril de 2019

¿Constitución-programa?

¿Constitución-programa?



            Es llamativa (y nada positiva) una cierta tendencia a la apropiación de la Constitución que advertimos en algunos líderes políticos. Algunos se denominan a sí mismos “constitucionalistas” y excluyen a los demás de ese colectivo. Saber si eso tiene sentido requeriría precisar el sentido del término con mucho más rigor del que se tiene. Y desde luego, no creo que sea procedente negar ese calificativo a quienes quieren modificar la Constitución por las vías que la propia norma fundamental establece, aunque cabría pensar que, si se trata de alterar alguno de sus valores superiores o principios fundamentales, o de modificar el sujeto de la soberanía nacional, el resultado sería ya “otra Constitución”, y quienes lo pretenden ya no serían, al menos en cierto sentido, “constitucionalistas”. Pero, al margen de este ejemplo, hemos apreciado recientemente otra actitud de apropiación en otros líderes políticos, que han presentado su programa con una evidente identificación entre este y la Constitución, tanto en el formato visual del propio programa, como en determinados contenidos o propuestas, que suponen una exigencia de aplicación de determinados preceptos constitucionales. Con ello dan a entender que la aplicación de la Constitución pasa necesariamente por la ejecución de su programa. Parecería un avance para quienes hasta ahora se han centrado en el objetivo de desmantelar el “régimen del 78”. Pero…

            Esa presentación me ha recordado la clasificación que suele hacerse, entre las “Constituciones marco” y las “Constituciones programa”, y el debate sobre en qué medida una norma fundamental debe limitarse a establecer los límites de la actuación de los poderes públicos (marco) o debe centrarse en el establecimiento de mandatos de actuación positiva, encaminados al logro de determinados objetivos. Hoy, desde luego, toda Constitución contiene este tipo de mandatos, pero en mi opinión no sería bueno que la Constitución se convierta en un programa cerrado que impida el juego de las distintas opciones políticas en los poderes legislativo y ejecutivo, que son quienes principalmente asumen la función de orientación política. Cabe añadir que difícilmente cabría interpretar la Constitución de 1978 en este sentido, dado que el pluralismo político, valor superior del ordenamiento según el artículo 1.1, se vería dañado si la Constitución coincidiera con el programa de un solo partido político o una ideología determinada. Por lo demás, es verdad que nuestra Constitución contiene mandatos no suficientemente cumplidos o logros no alcanzados, pero es porque ha recurrido en ocasiones a “normas programáticas”, que suponen objetivos que requieren una actuación constante y gradual, y nunca se acaban de alcanzar completamente. En fin, el peor defecto que entrañaría una “lectura” unidimensional de la Constitución es ignorar que esta se tiene que interpretar como un todo, ponderando los principios que pueden entrar en cierta tensión. Por ejemplo, es verdad que la Constitución impone una política orientada al pleno empleo, reconoce el derecho al trabajo y a una vivienda digna, e incluso subordina toda la riqueza al interés general, llegando a imponer que se facilite el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción; pero también establece la propiedad privada, la herencia, la libertad de empresa y el marco de la economía de mercado, así como la libertad como valor superior y el libre desarrollo de la personalidad. Por cierto, no tendría sentido (por redundante) imponer una política orientada al pleno empleo si el mero reconocimiento del derecho y el deber de trabajar implicase, per se, ese pleno empleo. Lo importante es tener presente que no tiene sentido el logro de unos objetivos que se consigue con el sacrificio de otros. Y aunque es obvio que cada opción política puede poner un mayor énfasis en determinados objetivos, nunca puede ignorar los demás. Y sobre todo, tratar de identificar la Constitución con los objetivos o programas específicos de una fuerza política, ignorando otros que le parecen preocupar menos a esa misma fuerza, es negar el pluralismo consustancial a la norma fundamental, y la necesaria ponderación entre principios que se requiere para “optimizar” cada uno de ellos sin sacrificar ninguno de los que puedan situarse en frente. 

(Fuente de la imagen: https://www.infolibre.es/noticias/politica/2019/04/08/podemos_presenta_programa_forma_constitucion_para_reivindicar_los_articulos_que_no_aplican_93769_1012.html )

sábado, 6 de abril de 2019

80 años del exilio

Ochenta años del exilio



            El pasado 1 de abril se han cumplido ocho décadas desde el final de la guerra civil española, y al tiempo, del inicio de un largo exilio de intelectuales al extranjero (aunque en realidad, en algunos casos dicho exilio ya había comenzado antes). Ochenta años debería ser tiempo suficiente para que un acontecimiento reciente pase de estar todavía de algún modo “enganchado” al presente, a ser un hecho histórico, al que quepa acercarse con el rigor y la objetividad de esta disciplina. Desde esta perspectiva, si por memoria histórica se entiende esa aproximación seria y científica al pasado, que siempre ayuda a entender el presente, resultará positiva. También tiene todo el sentido el reconocimiento o la reparación moral de cualquier víctima. En cambio, están fuera de lugar el revanchismo, la venganza, o el mero “revisionismo histórico” que persigue un objetivo predeterminado; y además implicarían al tiempo la revisión y frustración de uno de los mayores logros de nuestra transición política, como fue la reconciliación.

            El caso es que, a los tres duros años de guerra civil siguieron otros en absoluto mejores, con una difícil posguerra, tanto en España, como fuera de ella, con miles de personas que tuvieron que huir para salvar sus propias vidas o evitar las persecuciones a las que aquí serían sometidos. En alguna medida, ese exilio político viene seguido, y de algún modo llega incluso a solaparse, con un fuerte movimiento de emigración a lugares más prósperos, ante la imposibilidad de ganarse la vida en territorio español. En ambos casos, hay que destacar el papel de muchos países hispanoamericanos como lugar de acogida de aquellos españoles que se vieron obligados a abandonar su patria. Especialmente importante, en este sentido, fue la contribución de México, que durante décadas acogió a los españoles que llegaban huyendo de la persecución, de la necesidad económica, o de ambas circunstancias. España, que ahora es territorio de acogida de inmigrantes, nunca debería olvidar que ha sido durante décadas lugar de salida de emigrantes y exiliados, y al tiempo reconocer (como desde hace algunos años se ha hecho en ocasiones solemnes al más alto nivel) la deuda de gratitud con quienes acogieron a tantos españoles. En fin, entre tantos intelectuales que se vieron obligados a iniciar el exilio hace ocho décadas, no hay que olvidar una larga lista de juristas, cuyo mero enunciado no tendría cabida en este espacio: a título de muestra, Luis Recasens Siches, Jiménez de Asúa, o Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, hijo del que fuera presente de la República. Juristas que recibieron la acogida de los países hispanoamericanos y de su mundo académico, pero que también aportaron allí sus enseñanzas e influencias. Es ahora buen momento para conocer y divulgar esa labor, que afianza la intensa relación de España con los países hispanoamericanos. Intentaremos poner nuestro granito de arena.

(Fuente de la imagen: https://conceptodefinicion.de/exilio/)