miércoles, 17 de abril de 2019

Religión y política

Religión y política



            La inusual coincidencia de la Semana Santa con la campaña electoral (en su sentido más estricto) de las elecciones generales me ofrece un pretexto, tan válido como cualquier otro, para reflexionar brevemente sobre las relaciones entre religión y política. Si pensamos en la historia de occidente, encontramos que en la antigüedad, por ejemplo en Roma, poco a poco el derecho y la política se fueron desvinculando de su sentido religioso, que originariamente poseían casi todos los preceptos. En la Edad Media, mientras el poder político se caracterizaba por la dispersión propia del feudalismo, el poder religioso o espiritual se concentraba en el Papa, que sin perjuicio de actuar durante todos los siglos posteriores como un jefe de Estado más, con sus propios intereses políticos, suponía un elemento de unión entre todos los reinos cristianos, y en cierta medida un suprapoder. Eso se rompe en parte en la Edad Moderna, ya que con la reforma protestante se implanta el principio “cuius regio, eius religio”, que si por un lado suponía la ruptura de la unidad religiosa anterior, por otro lado significó la unidad, en cada naciente Estado, entre poder político y poder religioso. Ello se muestra claramente en algunos Estados de la reforma, en los que el rey pasaba a ser la cabeza de la Iglesia (el caso de la Iglesia anglicana, que se mantiene hasta hoy aunque con efectos meramente formales, es paradigmático). Pero todo Estado moderno buscó en una unidad religiosa uno de sus ingredientes o pilares fundamentales, y en este contexto se entiende, por ejemplo, la expulsión de los judíos por parte de los Reyes Católicos, tan criticable por muchos otros motivos (y sobre todo a la luz de nuestros ojos actuales). Así como tantas guerras con un trasfondo religioso.

            Por contraste con la etapa anterior, la Edad Contemporánea se abre con la Revolución Francesa, uno de cuyos objetivos fue la radical separación entre el poder político y el religioso, y en particular entre el Estado y la Iglesia católica. Este avance, sin embargo, no se logró implantar sin dificultades, ni de forma inmediata, ni en todos los lugares por igual. Hoy, una de las características esenciales del Estado democrático es el reconocimiento de una plena libertad religiosa, lo que implica un pluralismo religioso en nuestras sociedades. Este es un principio irrenunciable, cuya implantación y reconocimiento no puede someterse al juego de las mayorías. Ello es compatible, sin duda, con la cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas, o incluso, como dice nuestra Constitución, con el deber de los poderes públicos de “tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española”. También es compatible, por supuesto, con que las personas valoren, a la hora de elegir a sus representantes, sus programas en materia de relación con las confesiones religiosas, o en los más variados temas que puedan tener conexión con cuestiones que, no siendo solo religiosas, sino también morales, políticas y sociales, tengan esa dimensión espiritual. Por lo demás, y como parte de esa separación, ni las confesiones religiosas deberían intentar “orientar” el voto de sus fieles, ni el poder público puede pretender que los líderes religiosos, o los propios creyentes, no expresen su opinión ante aquellos temas que consideren “sensibles” desde la perspectiva de sus creencias. En fin, siendo tantas estas cuestiones, no creo que ningún partido pueda (ni deba) presentarse como el más próximo a los principios o creencias de determinada confesión religiosa, intentando así “monopolizar” el voto de sus creyentes y forzar una identificación inexistente. Que yo sepa, y por fortuna, ninguna confesión pide el voto a un partido determinado, y así debe ser, por las razones ya expuestas.  

(Fuente de la imagen: https://sentiido.com/la-mezcla-entre-religion-y-politica-inevitable/)

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