jueves, 27 de noviembre de 2014

Los muertos

Los muertos





            Ahora que hace algunas semanas que hemos logrado sobrevivir a una nueva edición del “spanish Halloween”, pero todavía estamos dentro del mes que tradicionalmente dedicamos en nuestra cultura a quienes nos han precedido en la segura partida de este mundo, es un buen momento para hablar de los muertos. Es curioso cómo, siendo esto de la muerte un “certus an, incertus quando”, que se produce del mismo inexorable modo en todas las sociedades, religiones y clases sociales (“allegados, son iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos”, que diría Manrique), sin embargo es una situación que se afronta colectivamente de manera muy distinta en unas y otras culturas. A veces esa diferencia se justifica por las distintas creencias religiosas que de algún modo están en la base de cada una de nuestras civilizaciones o culturas. Pero incluso, en algunas ocasiones, las diferencias son muy significativas (al menos a la hora de vivir y representar públicamente lo que la muerte representa) entre sociedades que comparten en general las mismas creencias. Acaso lo único común a todo el mundo es el halo de misterio e incertidumbre que rodea a la muerte. Unamuno, que no se acordaba de haber nacido, se consolaba de la falta de noticia intuitiva y directa de su nacimiento con la esperanza de no tener tampoco en el futuro noticia intuitiva y directa de su muerte, siendo ambos (nacimiento y fallecimiento) los sucesos cardinales en una vida.




            Los hinduistas, que creen en la reencarnación, incineran los cuerpos de los fallecidos, y cuando alguien se cree preparado para interrumpir el ciclo de las reencarnaciones, acude a Benarés a dejarse morir y luego entregar sus cenizas al río que es símbolo de purificación. Uno cree que hay que estar bastante cansado para estar dispuesto a dejar no solo esta vida sino la posibilidad de otras vidas futuras, pero en realidad debe ser la fe la que aporte la tranquilidad de espíritu necesaria para ello. En cualquier caso el hijo primogénito, vestido de blanco como es tradicional en algunas culturas orientales, enciende la pira funeraria y el cadáver se consume a la vista de todos. En el antiguo Egipto los faraones eran enterrados con todo lujo y acumulación de bienes materiales, pues la idea del paraíso o la otra vida debía de ser bastante material. Pero incluso entre culturas cristianas que creen en la resurrección de las almas, las diferencias son significativas. En México, para los santos, son los difuntos queridos o familiares quienes de alguna manera “regresan” a sus hogares, a través de los altares que les preparan con algún objeto que fuese muy querido por ellos o representativo de su vida. En Estados Unidos, como sabemos, Halloween se convierte en una exhibición  alegre con disfraces, que es quizá una forma simpática de conjurar el miedo que de algún modo todos tenemos al último tránsito. A veces el sincretismo de tradiciones da lugar a representaciones muy curiosas e interesantes, como las que pueden verse en las ciudades fronterizas de Tijuana o San Diego. Sin embargo, creo que aquí hemos importado la pura forma externa de Halloween sin entender demasiado su sentido. Es una tradición respetable, pero ajena. A mí, particularmente, aunque muchos españoles acuden al cementerio sin saber muy bien para qué, me gusta nuestra forma seria, austera y tranquila (dentro de lo posible) de asumir la tristeza, recordar a nuestros seres queridos y afrontar nuestro incuestionable destino.


jueves, 20 de noviembre de 2014

Cataluña 1714-2014

Cataluña 1714-2014

            La Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo ha ofrecido esta semana unas Jornadas con el título Cataluña 1714-2014. Trescientos años en clave jurídica. Creo sinceramente que, aunque yo figure como codirector de las mismas, no peco de inmodestia si elogio la iniciativa, por la sencilla razón de que la misma no ha sido mía, sino de la asociación estudiantil APEU, y yo más bien me he limitado a atender su invitación para participar, y sugerirles a alguno de los ponentes. En realidad, el primer mérito de estas Jornadas es que han sido organizadas por y para estudiantes. Ellos han elegido los temas, comunicado con los ponentes, y gestionado por completo la organización. El segundo acierto ha sido, en mi modesta opinión, la visión abierta y plural con la que se ha configurado el programa, tanto desde la perspectiva metodológica como desde el punto de vista de la elección de los ponentes. En lo metodológico, como su título sugiere, las Jornadas han querido colocar el análisis jurídico en el centro, y ello es tanto como decir que esta peliaguda temática se analiza desde la objetividad y la razón. Pero, con esa premisa, no se han cerrado al estudio de la realidad desde otras disciplinas, y así la Historia (y en especial la Historia del Derecho) ha tenido un importante protagonismo, y desde luego también se han considerado las perspectivas política, económica y financiera. En cuanto a la pluralidad de ponentes, hay que decir que, si bien los estudiantes de APEU han querido que todos los participantes sean profesores universitarios para asegurar un perfil académico en este foro, muchos de ellos a su vez han desempeñado o desempeñan importantes cargos institucionales, particularmente en Cataluña. En cualquier caso, la pluralidad de opiniones ha estado presente en todo momento, como puede constatar quien conozca un poco el medio con la mera revisión del programa, que se sitúa así en la antítesis de aquel que hace meses se organizó en Cataluña con el título “España contra Cataluña”, en el cual el sectarismo era acaso la más destacada característica.



            Desde luego, con tanta variedad de opiniones es difícil sacar conclusiones. Y sin embargo, uno tiene la sensación de que es más fácil vislumbrar un cierto entendimiento en un foro de este tipo que en la política. Yo no me atrevería a intentar sintetizar lo allí dicho, pero sí me apetece destacar algunas de las ideas escuchadas expresamente o presentes de forma más implícita, como que no hay que cerrar los ojos a la realidad política, pero no puede estar la Política por encima del Derecho, porque este representa a la razón y ofrece los únicos procedimientos legítimos para la obtención de cualquier objetivo político. Simplemente, no hay democracia sin Estado de Derecho. No existe en España ni en Europa un derecho a la secesión, pero las posiciones independentistas cada vez disimulan menos que no tienen problema en transitar vías prohibidas por nuestro ordenamiento (a las cuales a veces se buscan justificaciones más o menos exóticas), lo que nunca podrá aceptar quien respete el Derecho como expresión de la voluntad popular. Pero también se ha puesto de relieve que el inmovilismo no puede ser la solución, sino que esta ha de venir de la mano de un diálogo al que todos acudan con lealtad y voluntad real de buscar un modelo territorial que introduzca cambios asumibles por una mayoría de los catalanes y del resto de los españoles.



jueves, 13 de noviembre de 2014

Blas de Lezo

Blas de Lezo

            En Cartagena de Indias, esa preciosa ciudad sobre la que tengo pendiente un comentario en la serie “ciudades de Latinoamérica”, a los pies del castillo de San Felipe de Barajas, una estatua recuerda a Blas de Lezo. Allí todo el mundo sabe quién fue y le llaman “don Blas de Lezo”. Aunque debería ser innecesario recordarlo en España, me temo que no lo es del todo, así que cabe apuntar que se trata de un insigne marino y militar español (para más señas vasco nacido en Pasajes, Guipúzcoa), que destacó en numerosas batallas quedando cojo, manco y tuerto, y en esa situación (le apodaban cariñosamente “medio hombre”) dirigió la más célebre de sus victorias, que fue precisamente la defensa de Cartagena de Indias ante el sitio inglés en 1741. En aquella ocasión, y contra todo pronóstico, un puñado de soldados y los propios habitantes de Cartagena de Indias, con unos pocos barcos, lograron repeler a la mayor flota naval conocida hasta el desembarco de Normandía. Tan seguros estaban los ingleses de su victoria que ya habían acuñado una medalla para conmemorarla, en la cual, alrededor de una imagen en la que Lezo se arrodillaba ante Vernon, figura la leyenda “the spanish pride pulld down by admiral Vernon”. La medalla puede en nuestro Museo Naval, y es reproducida ampliada en el pedestal de la citada estatua en Cartagena.




            Aquel fue un importantísimo éxito que impidió el objetivo inglés de dividir el imperio español en dos, y permitió al poderío naval español competir aún con el británico más de seis décadas adicionales, hasta el desastre de Trafalgar. Un éxito compartido en aquel momento por españoles de uno y otro lado del Atlántico, y que justamente hoy deberíamos recordar colombianos y españoles, ya que con ellos, al igual que con todos los países de Hispanoamérica, debemos tener relaciones fraternales. Pero a veces parece que los españoles tenemos memoria selectiva o un tanto acomplejada, a diferencia de los ingleses, un pueblo sumamente admirable y ejemplar por tantos motivos, perteneciente a un Estado que hoy es socio y amigo de España, y cuya capital sigue dedicando justamente la más noble de sus plazas a ese gran éxito militar de Trafalgar, frente a la flota francoespañola. El caso es que todos los países conmemoran sus grandes éxitos militares y rinden tributo a los héroes que contribuyeron a los mismos, aunque fueran frente a enemigos que ahora no lo son. Pero a diferencia de lo mencionado en Cartagena de Indias, en España el reconocimiento a Blas de Lezo no había sido hasta ahora muy significativo ni conocido (aunque hay excepciones notorias como la dedicatoria de una fragata de la Armada, o alguna bibliografía muy interesante sobre su vida y su principal hazaña), y particularmente faltaba algo que debería haberse hecho hace tiempo, como es el disponer de una estatua en su memoria en la capital de España. Esta incomprensible omisión al fin va a ser subsanada, de manera que este sábado 15 de noviembre se va a inaugurar, en los jardines del Descubrimiento de Madrid y con la presencia de S. M. El Rey Don Juan Carlos, un monumento a Blas de Lezo, que ha sido posible como consecuencia de la iniciativa y el apoyo popular a través de la Asociación Monumento a Blas de Lezo y distintas vías como la plataforma change.org. Un verdadero acto de justicia histórica.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Berlín 1989

Berlín 1989


            A decir verdad, la primera vez que me planteé como algo posible y próximo la reunificación de Alemania fue el mismo verano de 1989. Realicé uno de esos excelentes cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en la preciosa sede del Palacio de la Magdalena en Santander. Se titulaba “Europa en la perspectiva de los años 90”. Hermosos tiempos aquellos, en los que todo era posible, en los que uno era obviamente joven, en los que todo el futuro estaba por construirse, en lo personal y en lo que afectaba al mundo. Con todo, supongo que mi imaginación no sería tan grande, porque cuando uno de los ponentes dijo que la reunificación de Alemania sería una obra de los propios alemanes, cuyo movimiento transfronterizo pronto sería incontrolable, a mi me pareció que hacía ciencia-política-ficción. Meses después caía el muro de Berlín. Contemplando en televisión las imágenes de los alemanes quitando las piedras del muro, abrazándose con sus familiares o amigos del otro lado mientras los soldados nada hacían por impedirlo, celebrando un reencuentro añorado durante décadas, tuve por primera vez esa extraña sensación de irrealidad, de que lo que mis ojos veían superaba a cualquier imaginación o especulación previa. No volví a sentir lo mismo hasta los atentados contra las torres gemelas en 2001, pero en esa segunda ocasión la devastadora tragedia lo teñía todo de tristeza y dolor. Sin embargo, ante la puerta de Brandenburgo en 1989, yo sentía como propio el gozo de los alemanes, no solo por la empatía que producen esas situaciones felices y emotivas, sino también por la obvia consciencia de que ahí se estaba labrando el futuro de todos los europeos.




            Aquel día se afianzaron definitivamente mis sentimientos europeístas, que luego  han sido sometidos a muy duras pruebas, superadas en todo caso. Aquel día, con la caída de aquel oprobioso muro, se empezó a vislumbrar una Europa más grande y unida, pero también un mundo mejor y menos polarizado. Había motivos para pensar que la década que pronto se iniciaría, y sobre todo el también próximo siglo XXI, serían mejores, y cabía imaginar un mundo en paz. Aquel día el optimismo dejaba de ser una actitud propia de ilusos o ignorantes, y parecía fuertemente fundado. Por desgracia, el inicio del nuevo milenio nos situó pronto ante una realidad mucho más cruda: volvía a haber enfrentamientos y luchas, pero con un enemigo muy diferente y quizá mucho más temible, como es el terrorismo internacional; y más tarde llegaba la crisis económica más intensa que ha vivido mi generación. La injusticia, la desigualdad y la pobreza no han disminuido, y la necesidad de emigrar de millones de personas aumenta. Europa, en fin, sigue siendo un proyecto que merece la pena, pero no es tan grande (en términos de peso en el mundo global) ni está tan unida como entonces cabía imaginar. Pero a algunos “siempre nos quedará Berlín”. La generación que no vivió 1968 (yo nací aquel año), tuvo su propio 1989.  Cuando bastantes años después visité Berlín, la ciudad me pareció fascinante y de su división solo quedaba el recuerdo de algunos tramos del muro. Y pensé entonces que el esplendor de la Potsdamer Platz podría ser el reflejo de una Europa como entonces imaginamos. Nunca hay que perder la esperanza.