Los
muertos
Ahora que hace algunas semanas que
hemos logrado sobrevivir a una nueva edición del “spanish Halloween”, pero
todavía estamos dentro del mes que tradicionalmente dedicamos en nuestra
cultura a quienes nos han precedido en la segura partida de este mundo, es un
buen momento para hablar de los muertos. Es curioso cómo, siendo esto de la
muerte un “certus an, incertus quando”, que se produce del mismo inexorable
modo en todas las sociedades, religiones y clases sociales (“allegados, son
iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos”, que diría Manrique), sin
embargo es una situación que se afronta colectivamente de manera muy distinta
en unas y otras culturas. A veces esa diferencia se justifica por las distintas
creencias religiosas que de algún modo están en la base de cada una de nuestras
civilizaciones o culturas. Pero incluso, en algunas ocasiones, las diferencias
son muy significativas (al menos a la hora de vivir y representar públicamente
lo que la muerte representa) entre sociedades que comparten en general las
mismas creencias. Acaso lo único común a todo el mundo es el halo de misterio e
incertidumbre que rodea a la muerte. Unamuno, que no se acordaba de haber
nacido, se consolaba de la falta de noticia intuitiva y directa de su
nacimiento con la esperanza de no tener tampoco en el futuro noticia intuitiva
y directa de su muerte, siendo ambos (nacimiento y fallecimiento) los sucesos
cardinales en una vida.
Los hinduistas, que creen en la reencarnación,
incineran los cuerpos de los fallecidos, y cuando alguien se cree preparado
para interrumpir el ciclo de las reencarnaciones, acude a Benarés a dejarse
morir y luego entregar sus cenizas al río que es símbolo de purificación. Uno
cree que hay que estar bastante cansado para estar dispuesto a dejar no solo
esta vida sino la posibilidad de otras vidas futuras, pero en realidad debe ser
la fe la que aporte la tranquilidad de espíritu necesaria para ello. En
cualquier caso el hijo primogénito, vestido de blanco como es tradicional en
algunas culturas orientales, enciende la pira funeraria y el cadáver se consume
a la vista de todos. En el antiguo Egipto los faraones eran enterrados con todo
lujo y acumulación de bienes materiales, pues la idea del paraíso o la otra
vida debía de ser bastante material. Pero incluso entre culturas cristianas que
creen en la resurrección de las almas, las diferencias son significativas. En
México, para los santos, son los difuntos queridos o familiares quienes de
alguna manera “regresan” a sus hogares, a través de los altares que les
preparan con algún objeto que fuese muy querido por ellos o representativo de
su vida. En Estados Unidos, como sabemos, Halloween se convierte en una
exhibición alegre con disfraces, que es quizá
una forma simpática de conjurar el miedo que de algún modo todos tenemos al
último tránsito. A veces el sincretismo de tradiciones da lugar a
representaciones muy curiosas e interesantes, como las que pueden verse en las
ciudades fronterizas de Tijuana o San Diego. Sin embargo, creo que aquí hemos
importado la pura forma externa de Halloween sin entender demasiado su sentido.
Es una tradición respetable, pero ajena. A mí, particularmente, aunque muchos
españoles acuden al cementerio sin saber muy bien para qué, me gusta nuestra
forma seria, austera y tranquila (dentro de lo posible) de asumir la tristeza,
recordar a nuestros seres queridos y afrontar nuestro incuestionable destino.
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