Reformar,
¿qué y cómo?
Hace bastantes años que en el
aniversario de la Constitución el debate social y doctrinal se centra en la conveniencia
de su reforma. Quizá la diferencia es que ahora esta posibilidad es al menos
admitida por la mayoría de los partidos políticos con significativa
representación parlamentaria. A partir de ahí, las diferencias entre ellos son
más que significativas. Pero el paso dado es importante, pues una de las
grandes enseñanzas del proceso constituyente de 1977-78 es que el consenso no
suele ser el punto de partida, sino más bien el de llegada, siempre que en la
partida haya acuerdo en la idea misma y las bases de la reforma. Cabe entonces pensar
en los siguientes pasos, que antes que al detalle de la reforma deben referirse
al qué y cómo habría que reformar. En cuanto a lo primero, encontramos desde
posturas que se centran en algún aspecto (el modelo territorial, el Senado, o la
eliminación de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la
Corona), hasta posiciones que reclaman una revisión total del texto, que dé
lugar a una nueva Constitución. Yo creo que la Constitución no se debe reformar
por el mero hecho de hacerlo, o por el simple prurito de las generaciones que
no tuvimos por edad la posibilidad de votar en 1978. Nada hay irreformable,
pero precisamente las Constituciones existen porque no todo se quiere ni se
debe someter al juego de las simples mayorías momentáneas, ni a necesaria
confirmación cada cierto período de tiempo. Por ello habría que delimitar los
aspectos nucleares del modelo constitucional, aprobados con vocación de
permanencia y que siguen plenamente vigentes, y aquellos otros que fueron
incluidos en la carta magna por razones más vinculadas a la coyuntura
específica de 1978 (o porque no era fácil prever la evolución futura) y que
claramente se han quedado obsoletos.
Respecto al cómo, la respuesta parece bastante sencilla: hay que someterse al procedimiento previsto en los artículos 167 o 168, según el objeto de la reforma. Es ello tan obvio que sería innecesario recordarlo, de no ser porque se empieza a oír hablar de una “Asamblea Constituyente”, algo ni siquiera previsto como tal en nuestra Constitución, y que parecería poder hacerlo todo y de cualquier modo, por el simple hecho de actuar como poder constituyente. Pero en un Estado constitucional el poder de revisión, aunque sea total, es un “poder constituyente constituido”, ilimitado en cuanto a la materia susceptible de reforma, pero sometido estrictamente a los procedimientos y formas establecidos en la Constitución vigente. La democracia no es solamente el gobierno de la mayoría, sino también el necesario respeto a las minorías, y a la más minoritaria de todas ellas que es el individuo con sus derechos fundamentales. Para garantizar ese respeto existe la rigidez constitucional, y cualquier intento de saltarse esa exigencia es radicalmente ilegítimo e inaceptable. Algunos dicen que así es casi imposible reformar la Constitución, pero eso es falso. Sucede solo que el constituyente de 1978 fue inteligente al establecer mayorías cualificadas, suficientes para que nunca (o prácticamente nunca) un solo partido pudiera reformar la Constitución, pero para que siempre (o prácticamente siempre) puedan hacerlo los grandes partidos sumando su representación, y en ciertos casos con la aprobación popular final mediante referéndum.
No hay comentarios:
Publicar un comentario