La envidia
Hace poco he leído el viejo libro de
Fernando Díaz-Plaja titulado “El español y los siete pecados capitales”, en el
cual se basó la serie homónima de televisión, que yo recordaba de mi
adolescencia. Es muy curioso comprobar cómo tantas cosas han cambiado en
nuestra sociedad, en nuestras costumbres, en nuestra forma de ver la vida. Otras,
en cambio, permanecen. Probablemente tiene razón ese libro cuando considera que
la soberbia es el pecado capital típicamente español –por decirlo con mis
propias palabras o en interpretación libre-. Pero la envidia no le anda muy a
la zaga. Y aunque desde luego ni uno ni otro sean exclusivos de nuestras
tierras, ambos están demasiado presentes en ellas. Sea como fuere, la envidia
es, y eso sin duda, el más absurdo, molesto y pernicioso de los pecados
capitales. No es que yo vaya a alabar o recomendar aquí ninguno de los otros,
pero han de reconocer mis lectores (o como dicen ahora los que le han dado al
coco para no ser sexistas, “las personas que leen mis artículos”) que en todos
ellos, un poco más, un poco menos, el pecador experimenta una satisfacción,
algún tipo de recompensa, aunque sea momentánea y luego la conciencia le
fastidie. En la gula y la lujuria, esa satisfacción es evidente y no creo que
requiera de la menor explicación. En la avaricia, que no era un pecado muy español,
al menos la acumulación de riquezas o propiedades produce una sensación de
satisfacción, acaso nunca completa, pero algo es algo. El perezoso disfruta de
algún modo de no hacer nada. El soberbio se siente bien pensando en lo
importante que es, aunque tiene la penitencia en el hecho de no sentirse nunca
suficientemente reconocido. Incluso la ira, pecado sin duda dañino, puede
llegar a provocar una breve sensación de calma, posterior al momento en que uno
se deja llevar por la furia incontrolable. A veces se puede llegar a pensar
“¡qué a gusto me he quedado!”, aunque instantes después se considere el daño o
las molestias que ha podido ocasionar a otros o a buenas relaciones de amistad;
daños a veces irreparables porque el rencor también es algo intrínsecamente
unido a nuestra forma de ser.
De todos modos, la envidia sigue siendo mucho peor. El envidioso ni
siquiera experimenta un ligero alivio mientras siente envidia. Antes al
contrario, rabia. Lo pasa mal antes, durante y después de experimentar ese sentimiento.
La envidia es, sin lugar a dudas, el más destructivo de los pecados. Daña al
envidioso y al envidiado, y no produce la más mínima satisfacción. La
contrapartida es que la virtud que permite superar ese pecado es claramente la
más hermosa de todas: la caridad. Algunos incluso reconocen sentir envidia,
pero la adjetivan como “sana”; sin embargo, yo no creo que ninguna envidia
pueda ser sana. Aunque el hecho de reconocerse envidioso puede considerarse al
menos una atenuante. Yo, que seguramente practicaré más o menos todos y cada
uno de los pecados capitales, procuro huir de la envidia, y espero no resultar
soberbio al decirlo. Cosa distinta es la admiración, que sí es sana y nunca se
refiere a las cosas, atributos o cargos que alguien posee, sino a sus
cualidades personales. E igualmente intento evitar dar el menor motivo para ser
envidiado. Eso también es muy malo. Y lo peor de todo, como expresó
magistralmente Antonio Machado, es envidiar la maldad: “La envidia de la
virtud/ hizo a Caín criminal/ ¡Gloria a Caín!, hoy el vicio/ es lo que se
envidia más”.
(fuente de la imagen: http://emocioteca.com/lo-mala-que-es-la-envidia-y-el-mejor-secreto-para-terminar-con-ella/)