martes, 14 de abril de 2015

Maestros y discípulos

Maestros y discípulos


            
Una cosa es la relación entre profesor y alumnos (o entre alumnos y profesor), y otra distinta la que existe entre maestro y discípulo (o entre discípulo y maestro). En ambos casos, para quien vive esta experiencia con verdadera vocación, siempre hay algo personal que va más allá de lo estrictamente profesional. Pero la relación entre maestro y discípulo, incluso circunscribiéndonos al ámbito estrictamente académico, es algo muy especial que no admite parangón con ninguna otra relación, y menos aún con las relaciones jerárquicas que son habituales en el ámbito funcionarial o administrativo. El maestro no es un profesor, no es un mero tutor, no es un guía o consejero intelectual o espiritual, no es un amigo, no es, desde luego, un padre… pero tiene un poco de todo ello. Por eso, aunque puede haber muchos “maestros” en una rama del saber, en un ámbito científico o en cualquier disciplina, para cada uno suele haber un solo y verdadero maestro. Y ese es quien nos enseña las bases y los fundamentos de la disciplina, quien nos introduce en la misma y nos da las pautas que nos servirán para progresar siempre. En la Universidad esta persona suele coincidir con quien dirige nuestra tesis doctoral. Hoy, “oficialmente”, en el ámbito académico ya no se usa la palabra maestro, sino las de “tutor” o “director”, pero yo sigo creyendo que aquel término es, por varios motivos, mucho más hermoso y descriptivo de la relación, cuando esa relación es lo que debe ser. Cuando defendí mi tesis doctoral di las gracias a mi “verdadero maestro”, y un miembro del tribunal me objetó que Maestro solo hay uno: el de Nazaret. Como creyente comparto sin matices esa apreciación, pero por la misma razón, ser “maestro” aunque sea con minúscula, significa mucho y supone una gran responsabilidad, consistente en orientar y ser ejemplo, aunque sea en el reducido y modesto ámbito de una disciplina artística o científica. Por otro lado, la palabra maestro, nos remite a los gremios medievales, y se relaciona con un aprendiz a quien los saberes del oficio se le transmiten de forma individual, cuidada, empírica, basada en la convivencia diaria y en la experiencia.


            Recientemente he escrito los prólogos de cara a la publicación de las tesis doctorales de algunas de mis discípulas, y mientras lo hacía pensaba en realidad en todo esto. Pensaba también en quién redactará estas normas y criterios en los que se aconseja “mantener una relación profesional” entre doctorando y director, aunque igualmente se recomienda al propio doctorando “fomentar relaciones humanas fluidas”. Pero preferí alejar ese pensamiento, y acordarme más bien de mi maestro en lo académico, el profesor Eduardo Espín, de quien tanto he aprendido. Pensé entonces en si yo supe ser un buen maestro para estas discípulas. Aun cuando soy consciente de que cada obra responde al trabajo y la responsabilidad de su autor (en estos casos recientes autoras), y aun cuando no siempre coincido con sus opiniones, no dejo de verme reflejado en bastantes aspectos de esos libros. Y pensé, en fin, en que el trabajo con cada uno de mis discípulos (permítanme el término, pues creo que es el más adecuado) me ha ayudado a crecer como profesor, investigador y persona. Y me sentí agradecido por ello. 

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