¿Navidades laicas?
En las sociedades occidentales, la
separación entre el Estado y las confesiones religiosas es uno de los pilares
básicos del sistema, como también lo es el reconocimiento de la libertad religiosa
de los ciudadanos y de las comunidades. La cosa, por tanto, en principio
estaría bastante clara: los particulares son libres de practicar sus creencias
religiosas, vivir de acuerdo con ellas, y mostrarlas en sociedad (no solo en
privado, como algunos dicen con absoluta carencia de fundamento, ya que sería
un absurdo que, entre todos los derechos y libertades, fuera la libertad
religiosa la única que no se pueda ejercer en público); en cambio, los poderes
públicos deben regirse en este terreno por un criterio de neutralidad, que es
compatible en algunos sistemas como el español con un deber de colaborar con
las confesiones más representativas de las creencias religiosas de la sociedad.
El asunto, sin embargo, es algo más complejo, porque también existe el deber de
preservar y fomentar la cultura. Y muchas de las manifestaciones culturales de
nuestras sociedades tienen, como mínimo, un origen religioso. Se quiera o no,
es un hecho que las creencias religiosas, así como sus manifestaciones
sociales, artísticas, literarias, entre otras, tienen un peso específico en
nuestra cultura. Religión y cultura van muchas veces unidas. Basta pensar que
gran parte de nuestro patrimonio histórico y arquitectónico está formado por
iglesias y catedrales, muchas de las cuales mantienen su culto; o que la cruz
está presente en gran cantidad de símbolos, por muy oficiales y laicos que
estos sean, como las banderas de Suiza o Asturias, o el mismo escudo español
(situada sobre la Corona). Por poner otro ejemplo, el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos afirmó que, en Italia, la presencia de un crucifijo en las
aulas de las escuelas públicas es una manifestación cultural tradicional, que
no vulnera la libertad religiosa.
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