Congresos,
libertad de expresión y apoyo público
Las cuestiones científicas y
sociales más trascendentes suelen ser objeto de amplios debates doctrinales.
Por ello siempre he pensado que, a la hora de organizar un congreso, jornada,
seminario o simposio (queda bien la variedad terminológica, pero creo que
nadie, salvo algún burócrata recalcitrante, sabe distinguir con nitidez estos
conceptos) tan importante como la calidad y el nivel académico de los ponentes,
es la pluralidad en las tendencias, perspectivas, opiniones y criterios
científicos que se expresan en el evento de que se trate siempre pensando, en
primer lugar, en el prestar el mejor servicio intelectual a los destinatarios
de la oferta académica. Si me apuran, si yo voy a organizar y exponer, casi
prefiero que los ponentes invitados tengan una opinión diferente a la mía, pues
no tiene mucho sentido que todos vengan a decir lo mismo. Dicho lo cual, en un
Estado democrático la libertad de expresión debe ser un pilar fundamental, así
que cada uno puede opinar lo que quiera sobre las más varadas cuestiones,
existiendo incluso (con ciertos límites), lo que podríamos llamar “derecho a
equivocarse”. Ni siquiera está prohibido ser sectario, dogmático, radical, tendencioso,
retorcido, o todo ello a la vez. Tampoco es ilegal anteponer intereses
políticos o cuestiones ideológicas sobre los parámetros de neutralidad e
imparcialidad exigibles a todo científico. E incluso si alguien tiene esas
características y esas preferencias, se puede juntar con otros pocos que sean
como él y organizar un foro o lo que quiera.
Pero en tal caso, dos consecuencias
deberían producirse. Primero, que el grupo de sectarios se exponen, como es
obvio, a ser juzgados por la libertad de expresión de los demás, y en
particular a la crítica y el rechazo de la comunidad científica, de tal manera
que un evento regido por los propósitos que acabo de mencionar será
habitualmente valorado negativamente y considerado carente de rigor, seriedad
científica, y valor académico. Y segundo, que nunca debería emplearse dinero
público para financiar este tipo de eventos carentes de los mínimos requisitos
científicos exigibles. Las reflexiones anteriores son aplicables al congreso
que se celebra estos días bajo el título “España contra Cataluña: una mirada
histórica (1714-2014)” y que ha adquirido una injusta e inmerecida difusión
nacional. Creo que, desde el título hasta el propósito declarado lo convierten
en un evento tendencioso, absolutamente prescindible e irrelevante; y sin
cuestionar el rango y calidad académica de los intervinientes, lo obvio es que
su carácter sesgado conlleva la falta del más mínimo pluralismo. Su rigor científico
ya ha sido por cierto rechazado por los historiadores más solventes, y creo que
no habría que prestarle la más mínima atención. Si no fuera, claro, por el
apoyo de las instituciones catalanas que el mismo ha merecido. Que es lo que me
parece inadmisible.
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