3 de octubre
Hace ahora un año, el 3 de octubre
de 2017, el rey Felipe VI pronunció el que sin duda ha sido -al menos hasta el
momento- el discurso más importante de su reinado. Pero, desde luego, si ese
mensaje de seis minutos fue trascendental no es por su significación para la
Corona, sino por sus consecuencias para España, y en concreto para Cataluña,
que fue, como todo el mundo recuerda, su objeto central. Alguien ha comparado
ese mensaje con el del rey Juan Carlos la noche del 23 de febrero de 1981.
Dejando ahora de lado similitudes y diferencias, sí puede decirse que ambos
casos el rey jugó un papel destacado (aunque desde luego, no único) en la
recuperación de la legalidad constitucional, que había sido claramente
quebrantada por algunos, que pusieron en jaque al propio sistema constitucional
y democrático. Y también, que en ambos casos los monarcas hablaron con una
contundencia inusitada. En concreto, en 2017 Felipe VI, refiriéndose a
“determinadas autoridades de Cataluña” señaló su “deslealtad inadmisible hacia
los poderes del Estado”, añadiendo que “han quebrantado los principios
democráticos de todo Estado de Derecho y han socavado la armonía y la
convivencia en la propia sociedad catalana”, para destacar a continuación su
“conducta irresponsable”, todo lo cual suponía “la culminación de un
inaceptable intento de apropiación de las instituciones históricas de Cataluña”.
Sin embargo, concluyó con un mensaje positivo y esperanzador, señalando a todos
los catalanes que todo puede defenderse por las vías constitucionales, y
transmitiendo ánimo y afecto a los catalanes preocupados por las actuaciones de
sus autoridades, y al conjunto de los españoles, afirmando rotundamente que
superaríamos esos difíciles momentos.
Con este discurso, el rey se mantuvo
en el papel que tiene un monarca parlamentario, que se sintetiza, según célebre
frase inglesa, en la idea del derecho a “ser consultado, animar y advertir”. En
efecto, Felipe VI opinó, advirtió y animó. Si ese “golpe” o quebrantamiento
constitucional no se consumó -ya que es obvio que la independencia de Cataluña
no se ha producido por esa vía rupturista y unilateral- no fue solo por la
actuación del monarca. El Gobierno, todas las fuerzas políticas que apoyaron la
aplicación del artículo 155, el Tribunal Constitucional, y el poder judicial,
al iniciar los correspondientes procesos penales por (presuntos todavía)
delitos muy graves, jugaron cada uno su papel en ello. Y sobre todo, una vez
más, el pueblo, y en este caso, sobre todo, esa parte mayoritaria del pueblo
catalán que siempre ha estado a favor de la permanencia en España y en Europa.
Pero esa parte de la población, seguramente reconfortada por el discurso del
rey, se hizo a partir de entonces mucho más visible, demostrando que no está
dispuesta a aceptar la imposición de unos pocos por encima de la propia
Constitución. El mensaje de Felipe VI puso de relieve, dentro y fuera de
España, que el conflicto no se produce entre España y Cataluña, sino entre
catalanes que piensan de manera diferente, y entre los cuales había que evitar
el enfrentamiento que algunos vienen buscando, para sustituirlo por la
convivencia “en paz y en libertad”. Algunos dicen que, con este discurso, el
rey se granjeó la antipatía de algunas personas en Cataluña. Si eso es cierto,
es un coste asumible por el cumplimiento de su deber, y el trascendental papel
jugado para defender la convivencia constitucional y democrática. Otros
critican que no apeló explícitamente al diálogo. Cabría decir que dicho término
podía entenderse incluido en las ideas de “entendimiento” y “concordia” a cuyo
servicio se posicionó el rey. En todo caso, dijo lo que era urgente decir en
ese momento, porque todo diálogo solo es posible y tiene sentido dentro de los
márgenes de la Constitución (lo que, obviamente, incluye su reforma por los
procedimientos previstos). Por ello,
este discurso está llamado a pasar a la historia, porque seguramente jugó un
papel histórico.
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