jueves, 29 de mayo de 2014

¿Adónde va Europa?

¿Adónde va Europa?


            He sido, y sigo siendo, europeísta convencido. Lo mejor que jamás le ha pasado a Europa fue iniciar el proceso de integración que tuvo su origen en la década de los 50 del pasado siglo. Y lo mejor que le ha podido pasar a España es estar en Europa a partir de 1986. La crisis ha sido dura, pero mucho peor habría sido separados. Pero quizá es precisamente ese europeísmo el que me hace entender y participar de una cierta decepción con el proceso. La integración es un largo camino, en el que hay pasos adelante y otros atrás, en el que junto a los éxitos se encuentran notorios fracasos (como el de la Constitución europea), en el que el objetivo de una verdadera unión política, social y económica, no parece llegar nunca. No hay todavía un auténtico pueblo europeo que pueda actuar como sujeto político expresando su voluntad, y a mi juicio esa es la verdadera clave del ritmo a veces desesperante del proceso. Todavía, en realidad, hay una suma de pueblos, y esto no es un concepto teórico sino que tiene manifestaciones a nivel institucional, electoral, organizativo y de todo tipo. La población tiene quizá la sensación de que son los Estados, y en especial los Gobiernos (y muy en especial “algunos” Gobiernos) quienes toman las decisiones políticamente relevantes, y esa sensación no carece de cierto fundamento, como tampoco la idea de que lo que llamamos “los mercados” condicionan de forma determinante esas decisiones.




            Todo ello es cierto, pero si observamos el proceso con cierta perspectiva, habrá que reconocer al menos que por cada paso atrás ha habido dos pasos adelante. Es decir, aunque despacio, avanzamos en integración, en “conciencia europea”, en fortalecimiento de la soberanía popular y, en consecuencia, del peso de su institución representativa, como es el Parlamento europeo. Por ello no deja de resultar una paradoja que el Parlamento con más peso en la Historia de Europa (que es el que hemos elegido la pasada semana, dado que es la primera vez que lo hacemos tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa) tenga en su composición, como nota dominante, el auge de las opciones políticas antieuropeístas, así como de otras “antisistema” y extremistas de izquierda y de derecha. Ese auge es en mi modesta opinión tan constatable como preocupante, y los partidos moderados deberían reflexionar, porque en general han sido los que han sufrido como contrapartida un acusado descenso (hay también algunas excepciones, de pequeños partidos moderados que han subido, otro elemento por cierto para la reflexión de los “grandes”). A mi juicio -y esta idea me parece aplicable a toda Europa, pero especialmente a España-, tan erróneo sería que los partidos moderados que han caído significativamente no sepan hacer autocrítica, sobre todo en lo que tiene que ver con democracia interna y comunicación con sus representados, como que los partidos más radicales que han experimentado un incuestionable ascenso –pero siguen siendo manifiestamente minoritarios-, se crean ganadores de las elecciones, o actúen como si por alguna razón inexplicable ellos tuvieran más legitimidad para expresar la voz de la “calle” o de la “gente”. En cualquier caso, encrucijada difícil de la que creo que Europa debería salir hacia delante y no hacia atrás. 

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