El
rostro
Sucede con el rostro humano algo en cierta medida paradójico, que tiene traducción en su tratamiento jurídico. Por un lado, la captación y reproducción por cualquier medio del rostro, como elemento principal (aunque no único) para la identificación de una persona, está protegida por el derecho a la propia imagen, de tal manera que nadie puede llevar a cabo una acción de ese tipo sin el consentimiento de la persona cuyo rostro es captado. Pero por otro lado, y por esa misma razón, no es posible ocultar el rostro en aquellas situaciones en las que la identificación es necesaria por diversas razones. Por ello (aunque no solo por ello) es muy conflictiva la utilización del llamado burka en ciertos espacios y situaciones públicas, pero por la misma razón tampoco es posible negarse a mostrar el rostro cuando una autoridad requiere la identificación de la persona, o por ejemplo cuando esta es necesaria y proporcionada por diversos motivos, como pueden ser la asistencia a un lugar más o menos reservado, o la realización de un examen o prueba de evaluación. La paradoja consiste, por tanto, en que el rostro forma parte, por un lado, de la privacidad de la persona en sentido amplio, pero por otro lado en muchas situaciones es ineludible su exhibición pública. Tiene un carácter semipúblico y semiprivado, como le pasa también al nombre y apellidos, por la misma razón de ser elementos de identificación. Y es que, en efecto, el rostro nos identifica, pero además una parte esencial de cada uno. No podemos estar seguros de tener alma, pero sí de que lo que nos hace ser quienes somos ante la sociedad es, por encima de cualquier otro elemento, nuestro rostro. Es verdad que hoy es incluso posible trasplantar el rostro, operación quirúrgica muy delicada que ya se ha llevado a cabo con éxito en alguna ocasión, pero a las dificultades físicas de esa intervención se añaden, según cuentan los especialistas, impresionantes consecuencias psicológicas para el trasplantado.
Todo esto me viene a la mente con
frecuencia en este período, en el que cada vez afrontamos más situaciones en
las que el rostro se oculta. Cuando doy un curso por alguna plataforma on line,
siempre pido que los asistentes enciendan su cámara, pues me gusta ver el
rostro y las reacciones de los oyentes ante mis palabras, y aunque cada vez es
más frecuente hablar para una cámara (redes, vídeos de youtube, etc.), ahí se
pierde toda posibilidad de respuesta o interactuación inmediata. Y cuando doy
una clase con mascarilla a un grupo de alumnos con mascarilla, ahí se pierde mucho
de lo que debería ser una comunicación humana natural. Por ejemplo, siempre
pregunto, y cuando escucho no sé quién ha respondido… Hemos pasado a ser
“bustos parlantes”, y eso dificulta la comunicación. Ocultar el rostro es ocultar
quiénes somos. En estas situaciones, aunque por supuesto nos quedan los ojos
(ya escribí que “somos nuestros ojos”), permanece sobre todo la palabra. Si no
podemos acercarnos ni saludarnos, si desaparece buena parte de la comunicación
gestual y corporal, tendremos que transmitirlo todo con la palabra. Como tan desgarradoramente
recordaba Blas de Otero, “si abrí los labios para ver el rostro/ puro y
terrible de mi patria,/ si abrí los labios hasta desgarrármelos,/me queda la
palabra”. Si debemos ocultar nuestro rostro, solo nos queda la palabra.
(Fuente de las imágenes: https://www.rtve.es/alacarta/videos/telediario/asi-se-utilizan-mascarillas-higienicas-recomienda-gobierno-frente-coronavirus/5555893/ y https://atalayar.com/content/facephi-logra-un-sistema-para-identificar-el-rostro-tras-la-mascarilla )
No hay comentarios:
Publicar un comentario