800 años de la Carta Magna (y II)
Transcribíamos en el último
“miradero” algunos de los preceptos más innovadores de la Carta Magna. Pero
encontramos otros que hoy nos resultarían pintorescos en un texto
constitucional, como el 35 (“Habrá patrones de medida para el vino, la cerveza
y el grano en todo el Reino, y habrá también un patrón para la anchura de las
telas teñidas, el pardillo y la cota de malla…”) o el 47 (“Todos los bosques
que se hayan plantado durante nuestro reinado serán talados sin demora”), e
incluso decididamente arcaicos, como el 8 (“Ninguna viuda será obligada a
casarse mientras desee permanecer sin marido. Pero deberá dar seguridades de
que no contraerá matrimonio sin el consentimiento regio, si posee sus tierras
con cargo a la Corona, o sin el consentimiento del señor a quien se las deba”),
el 11 (“Si un hombre muere debiendo dinero a judíos, su mujer podrá entrar en
posesión de la dote y no estará obligada a pagar cantidad alguna de la deuda
con cargo a aquella”), o el 54 (“Nadie será detenido o encarcelado por denuncia
de una mujer por motivo de la muerte de persona alguna, salvo el marido de
aquella”), que sin embargo supusieron algún avance en términos de garantías respecto
a la situación anterior.
Por
tanto, la Carta Magna entra con justicia en la historia del constitucionalismo
y de los derechos, pero como antecedente remoto. Su mérito es haberse
adelantado en siglos a los primeros reconocimientos de derechos, pero no hay en
su lenguaje pretensión alguna de universalidad, ni en cuanto a los “derechos”
(se limita a la protección de la libertad y la propiedad), ni en cuanto a las
personas (principalmente se habla de barones, eclesiásticos y mercaderes).
Habrá que esperar a las primeras declaraciones del siglo XVIII para leer
términos como “todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e
independientes”. En fin, la Carta Magna del rey Juan fue un hito importante
porque adelantó los límites al poder real. Y es justo celebrar su octavo
centenario. Pero no se puede terminar sin recordar que hay un antecedente
previo casi en una generación, que fueron los “decreta” que componen la llamada
“Carta Magna Leonesa” de 1188, que reconocen límites similares al poder del rey,
aprobados en una reunión que, por muchas razones, está considerada la primera
reunión parlamentaria del mundo. Con muy escasas excepciones, han tenido que
ser curiosamente los estudiosos anglosajones quienes hayan “puesto en valor” el
significado de las Cortes leonesas de 1188. Traduzco un texto de John Keane, en
The life and death of democracy,
tratando de responder a la cuestión de dónde nació el Parlamento:
“contrariamente a lo que creen algunos anticuados devotamente británicos, que
el Big Ben es eterno, y piensan que la institución parlamentaria es sin duda
«el mejor regalo del pueblo inglés a la civilización del mundo», los
parlamentos fueron un invento de lo que hoy es el norte de España (…). De este
modo, la moderna práctica de la representación parlamentaria nació del
triángulo formado por nobles, obispos y ciudadanos. Fue en la ciudad
amurallada, antes romana, de León, en marzo de 1188 –una generación completa
antes de la Carta Magna del rey Juan de 1215-…”
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