Maestros
y discípulos

Una cosa es la relación entre
profesor y alumnos (o entre alumnos y profesor), y otra distinta la que existe
entre maestro y discípulo (o entre discípulo y maestro). En ambos casos, para
quien vive esta experiencia con verdadera vocación, siempre hay algo personal
que va más allá de lo estrictamente profesional. Pero la relación entre maestro
y discípulo, incluso circunscribiéndonos al ámbito estrictamente académico, es
algo muy especial que no admite parangón con ninguna otra relación, y menos aún
con las relaciones jerárquicas que son habituales en el ámbito funcionarial o
administrativo. El maestro no es un profesor, no es un mero tutor, no es un
guía o consejero intelectual o espiritual, no es un amigo, no es, desde luego,
un padre… pero tiene un poco de todo ello. Por eso, aunque puede haber muchos
“maestros” en una rama del saber, en un ámbito científico o en cualquier
disciplina, para cada uno suele haber un solo y verdadero maestro. Y ese es
quien nos enseña las bases y los fundamentos de la disciplina, quien nos
introduce en la misma y nos da las pautas que nos servirán para progresar
siempre. En la Universidad esta persona suele coincidir con quien dirige
nuestra tesis doctoral. Hoy, “oficialmente”, en el ámbito académico ya no se
usa la palabra maestro, sino las de “tutor” o “director”, pero yo sigo creyendo
que aquel término es, por varios motivos, mucho más hermoso y descriptivo de la
relación, cuando esa relación es lo que debe ser. Cuando defendí mi tesis
doctoral di las gracias a mi “verdadero maestro”, y un miembro del tribunal me
objetó que Maestro solo hay uno: el de Nazaret. Como creyente comparto sin
matices esa apreciación, pero por la misma razón, ser “maestro” aunque sea con
minúscula, significa mucho y supone una gran responsabilidad, consistente en
orientar y ser ejemplo, aunque sea en el reducido y modesto ámbito de una
disciplina artística o científica. Por otro lado, la palabra maestro, nos
remite a los gremios medievales, y se relaciona con un aprendiz a quien los
saberes del oficio se le transmiten de forma individual, cuidada, empírica,
basada en la convivencia diaria y en la experiencia.
Recientemente he escrito los
prólogos de cara a la publicación de las tesis doctorales de algunas de mis
discípulas, y mientras lo hacía pensaba en realidad en todo esto. Pensaba
también en quién redactará estas normas y criterios en los que se aconseja
“mantener una relación profesional” entre doctorando y director, aunque
igualmente se recomienda al propio doctorando “fomentar relaciones humanas
fluidas”. Pero preferí alejar ese pensamiento, y acordarme más bien de mi
maestro en lo académico, el profesor Eduardo Espín, de quien tanto he
aprendido. Pensé entonces en si yo supe ser un buen maestro para estas
discípulas. Aun cuando soy consciente de que cada obra responde al trabajo y la
responsabilidad de su autor (en estos casos recientes autoras), y aun cuando no
siempre coincido con sus opiniones, no dejo de verme reflejado en bastantes
aspectos de esos libros. Y pensé, en fin, en que el trabajo con cada uno de mis
discípulos (permítanme el término, pues creo que es el más adecuado) me ha
ayudado a crecer como profesor, investigador y persona. Y me sentí agradecido
por ello.