De
personas y perros
A estas alturas de la semana, el
primer supuesto de ébola contraído en España ha hecho correr ya tantos ríos de
tinta (y sobre todo de “tinta virtual” en el mundo de las redes sociales que es
lo más parecido al “far west” que existe en estos inicios del siglo XXI) que
estamos empezando a llegar a una situación de “hastío informativo” y de
saturación de opiniones, a la que me temo que voy a contribuir a pesar de que
suelo intentar evitarlo en estos supuestos de días “monotemáticos”. Pero
después de todo, el comprensible impacto social de la noticia hace que sea
difícil sustraerse a ello. Creo que, después de todo, lo que está sucediendo
alrededor de este supuesto es consecuencia de la falta de medida, prudencia y
ponderación, ausencias que parecen demasiado generalizadas en nuestra sociedad.
Para empezar, es verdad que estamos ante una noticia objetivamente preocupante,
pero no debe confundirse la preocupación con el alarmismo, que nunca es buen consejero,
y no parece estar justificado en este momento. Para seguir, es justa y
comprensible la exigencia de explicaciones públicas en una situación tan
delicada y sensible, y hay que demandar con contundencia una investigación
exhaustiva que aclare los hechos, pero hasta que esto no se produzca no parece
lógico exigir responsabilidades, por el simple hecho de que aún no está claro
quién o quiénes son los responsables de lo sucedido.
Pero quizá lo más sorprendente,
desde mi punto de vista, es por un lado el creciente número de opiniones que,
al hilo de lo sucedido, cuestionan abiertamente el hecho de que el Gobierno
decidiera traer a España a los dos misioneros contagiados; y, por otro, que la
atención se haya centrado en los últimos días en el sacrificio del perro de la
enfermera que contrajo el ébola, que ha sido abiertamente criticado desde
algunos sectores. Quiero pensar que no son las mismas personas las que critican
lo uno y lo otro, porque hay a mi juicio una contradicción en esta doble
crítica, aunque solo sea porque la primera se fundamenta en haber asumido un
riesgo a juicio de algunos innecesario o desproporcionado (traer “la
enfermedad”), y la segunda crítica presupone que convendría asumir un riesgo
diferente y de consecuencias desconocidas (mantener vivo al can eventualmente
portador del virus). Y me parece a mí que no hace falta creer en las jerarquías
de valores, ni en el carácter absoluto de la vida o de la dignidad de la
persona, para defender que tiene más valor la vida humana que la de un animal.
Y que no podemos instrumentalizar la vida humana, ni someter su protección a
cálculos utilitaristas. Siempre hay que hacer una ponderación, pero en la misma
hay que considerar el peso específico de la vida y de la dignidad, y en ese contexto
creo los riesgos de traer a los misioneros (que evidentemente no se han logrado
conjurar por completo) eran asumibles, si a la protección de la vida añadimos un
mínimo deber de solidaridad social. En cuanto al perro, diré simplemente que comparto
que su vida tiene también un valor, y entiendo perfectamente el dolor de su
pérdida obligada. Incluso cabe plantear con criterio si se han ponderado
suficientemente alternativas menos gravosas. Lo exagerado es la oposición
radical y absoluta a supeditar en este caso su protección a la preservación de otros
valores de incuestionable trascendencia general. En fin, y perdón por la
coloquialidad, parece que para algunos se puede tratar a las personas como
perros, pero hay que tratar siempre a los perros como a personas.
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