Los
candados del amor
No me considero nada
supersticioso, pero he de confesar que cumplo con casi todos los ritos más o
menos absurdos, cuando me dicen que su cumplimiento augura algo positivo, como
amor, felicidad, prosperidad, o simplemente que se me cumpla un deseo, o que se
asegure mi vuelta a un lugar determinado. Así, eché más de una vez mi monedita
en la Fontana de Trevi (y en alguna otra fuente más), besé a mi pareja pasando
con una góndola, “bateau mouche” o lo que sea debajo de no sé cuántos puentes y
en cualquier lugar en que me digan que trae buena suerte o amor duradero, le
toqué un pecho a Julieta en Verona (bueno, entiéndanme para que no haya líos, a
la estatua de Julieta, que es el personaje que inspiró la genial obra de
Shakespeare…), bebí agua de todos los lugares en los que me dijeron que según
la tradición auguraba algo positivo… y un largo etcétera. Como digo, creo que
no hago todo esto por superstición, sino más bien por respeto a la tradición,
por deseo de mimetizarme con lo que es típico de un lugar, tal vez como forma
de sentirme más plenamente integrado en un escenario, sin descartar desde luego
el factor puramente romántico en el caso de los rituales que se hacen en pareja.
Pero en fin, sea por lo que sea, si como tantas personas y parejas hago todas
estas cosas, soy el menos indicado para criticar otras por el estilo, o si se
quiere expresar de otro modo, estoy preparado para entender este tipo de
costumbres tan tradicionales como carentes de justificación.
Sin embargo, a veces lo que podría
ser un hábito inocente se convierte en una práctica generalizada que puede
terminar generando daños o inseguridad. Es el caso de la cada vez más extendida
costumbre de que las parejas dejen un candado cerrado y bloqueado en los más
tradicionales puentes de las ciudades más turísticas, como prueba de su amor y
presunta garantía de la perennidad del mismo. Esta forma de proceder, que tiene
inspiración literaria, se ha puesto en los últimos años tan de moda, que
algunos puentes han pasado a soportar el peso de toneladas de hierro, sin que
prácticamente quede espacio libre para nada más, poniéndose en peligro la
seguridad de los mismos. Algunos Ayuntamientos, preocupados, no solo han prohibido
la práctica, sino que han intentado implantar medidas disuasorias, o fomentar
alternativas. Tal es el caso de París, que sugiere que los enamorados se hagan
un “selfie” en uno de los puentes sobre el Sena próximos a Notre Dame, y lo
suban a una web habilitada al efecto. Lo cual, siendo igual de absurdo, es
mucho menos lesivo. En suma, que lo de los “candados del amor” es, como diría
José Mota, una “tontá” quizá del mismo calibre que el resto de los ejemplos
apuntados (aunque no conviene olvidar que algunos de ellos responden a leyendas
o tradiciones muy arraigadas en la cultura popular, mientras que la “gracia” de
los candados parece bastante más novedosa), pero mucho más perniciosa que ellos.
Yo, antes incluso de conocer las dimensiones del problema, jamás caí en esta
costumbre. Creo en los amores eternos, pero sospecho que no deben de ser tantos,
ni necesitan prueba tal. Y siempre me pregunté cuantos amores jurados en el momento
de fijar el molesto candado, habrán durado menos que los daños generados por el
objeto utilizado como prueba de ese amor, y que costosamente tiempo después hay
que retirar.
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