miércoles, 15 de mayo de 2013

Vocación docente


                                                                   

Vocación docente


           
Cualquier día es bueno para reflexionar sobre la importancia de la función docente, ya que los “días de” son solo un pretexto para que la sociedad pueda detenerse a pensar en algo que es importante. Y para ello, tanto valdría Santo Tomás de Aquino, como este San Isidro que resulta coincidir con el “día del maestro” en México (dicho sea entre paréntesis, a San Isidro no le ayudaban a arar los ángeles para que pudiera descansar, como he leído hace poco, sino para que orase). “Maestro” es, por muchos motivos, una palabra mucho más hermosa y simbólica que “profesor”, y si a alguien se le hace que tiene menos significación, que piense en que es el calificativo que pidió y aceptó para sí Nuestro Señor Jesucristo. En cualquier caso, creo que nunca agradeceré suficientemente lo que han hecho por mí a mis maestros, incluyendo en ese término a quienes me guiaron desde el “parvulario” (que es lo que decíamos antes) hasta el doctorado, y que después de mis padres, son quienes más han influido en cómo soy y en cuál es mi forma de entender la vida y el mundo. Y eso es mucho más importante que la mera transmisión de conocimientos. Nuestra sociedad siempre estará en deuda con tantos docentes entregados a su labor con la consciencia de la gran responsabilidad que tienen, y que son merecedores de la máxima consideración y respeto, el mismo que la mayoría siempre hemos tenido por nuestros profesores, no tanto porque tuvieran “potestas”, sino más bien porque la comunidad reconocía (y ellos supieron ganarse) su  “auctoritas”.

            Siempre he creído que la labor docente es esencialmente vocacional, y cuando así se concibe queda de lado la cuantificación de los días y de las horas; el maestro lo es siempre y no solo en un horario, y por ello debe ser un ejemplo para los alumnos y la sociedad en toda ocasión. Muchas veces he dicho, medio en broma y medio en serio, que el trabajo del profesor consiste básicamente en practicar algunas de las obras de misericordia espirituales: desde luego, “enseñar al que no sabe” y “corregir al que yerra”, pero también “dar buen consejo al que lo necesita”, y solo quienes nos hemos dedicado a esta labor sabemos que en no pocas ocasiones la misma implica “consolar al triste” y, cómo no, “sufrir con paciencia los defectos del prójimo”.  Una de las mayores satisfacciones que me ha dado la vida es la de poder dedicarme a la enseñanza (con independencia de los desempeños que temporalmente uno pueda hacer, creo que la condición de “maestro” jamás se pierde), porque a decir verdad no concibo un oficio más noble. Mi única aspiración ha sido siempre transmitir al menos una parte de lo mucho que, como alumno, como discípulo y como profesor, he recibido en la vida.
            

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