La
revolución del confort
De todas las revoluciones que ha vivido
la Historia de la Humanidad, probablemente ninguna ha sido tan intensa y
radical como la que tuvo lugar en el Neolítico y nos convirtió en seres
sedentarios. El abandono del nomadismo, aunque se produjera de forma más o
menos gradual, tuvo unas consecuencias tan trascendentales que podría
considerarse el hecho que mejor explica nuestra actual forma de vida. El hombre
sedentario pudo dedicarse a la ganadería y domesticar muchas especies animales,
comenzando por el lobo que se convirtió en nuestro mejor amigo, el perro; pasó
a cultivar la tierra asegurándose el sustento y adaptando su alimentación para
hacerse omnívoro; dejó de lado la promiscuidad sexual y creó la pareja y la
familia (cabe pensar, por cierto, que la monogamia y el matrimonio, si bien no
son intrínsecos a la condición humana porque durante cientos de miles de años
vivimos de otra manera, tampoco son un invento judeocristiano para
fastidiarnos, sino más probablemente una forma de convivencia más propia de un
ser que acaba de crear la civilización… y que empieza a saber lo que es el amor
por encima del mero instinto sexual).
Desde luego, este cambio conllevó la
renuncia a otra forma de vida que quedaba atrás, y que no dejaba de tener sus
ventajas, especialmente una vida bastante más libre. Pero esa vida era también
muy expuesta, y lo que ganó el hombre con dejar de ser nómada fue ante todo
seguridad. Un lugar estable para vivir significó, en suma, familia, ciudad,
sociedad más organizada que la mera tribu… y todo ello después de todo
implicaba normas y acaso menos libertad. Pero ofrecía muchas más garantías de estabilidad
en todos los terrenos. Puede que al ser humano le gustase encontrar libremente
su pareja y comer todo lo que cazaba, que era lo que podía hacer cuando vivía
como un nómada; pero en uno y otro terreno también era posible que “no hubiera
suerte” y tocase pasar hambre. Con una casa para proteger a la familia, dentro
de una comunidad, y con ganado y productos agrícolas para comer (y luego,
enseguida, para permutar con otros, o vender), todo resultaría más fácil. Es
muy probable que, aun hoy, el ser humano pueda sentir en no pocas ocasiones “la
llamada del instinto”, y por poner ejemplos sutiles, a muchos les gustará más
el jabalí que el cerdo, las aves de caza que el pollo, la carne que la lechuga…
Pero resulta curioso pensar que todo eso se dejó de lado por comodidad y que el
deseo de “confort” provocó la mayor revolución humana.
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