jueves, 13 de octubre de 2022

¡Viven!

 

¡Viven!

 


            Se conmemoran ahora nada menos que cincuenta años de aquellos hechos impactantes que universalmente se conocieron como “la tragedia de los Andes”. Para los más jóvenes o más despistados, el 13 de octubre de 1972 un vuelo en el que viajaban los miembros de un equipo de rugby uruguayo y algunos familiares, con destino a Santiago de Chile para disputar un partido, se estrelló en mitad de las montañas andinas. Algunas personas fallecieron; a los ocho días los declararon muertos y dejaron de buscar el avión; pero algunos de los pasajeros lograron sobrevivir unos 72 días, hasta que el 23 de diciembre, Nando Parrado y Roberto Canessa, los dos supervivientes más intrépidos, tras recorrer la cordillera durante varios días, pudieron avisar de que había otros catorce supervivientes. Andando los años, varios libros, una película, muchos documentales y conferencias después, los hechos siguen resultando asombrosos, sobre todo porque son muestra del casi ilimitado instinto de supervivencia humano. En efecto, aunque gran cantidad de testimonios ponen de relieve que llegados a cierto punto no les importaba ya morir, lo cierto es que, con alguna sorprendente excepción, la mayoría dieron los pasos adecuados para sobrevivir.

            Entre las muchas cosas que tuvieron que hacer para conservar su vida, quizá la que más ha llamado la atención, hasta el punto de convertirse casi en el núcleo de esta historia, fue el comer la carne de los fallecidos. Los detalles sobre cómo llegaron a esa difícil decisión, y el procedimiento que fueron estableciendo para ejecutarla, han sido narrados de forma tan reiterada como minuciosa. Por supuesto, nunca nadie ha cuestionado esa decisión desde ningún punto de vista. Pero yo quiero centrarme en otro aspecto de algo fundamental que igualmente hicieron, y sin lo cual habrían fallecido: asociarse y tomar las decisiones de manera civilizada, y en cierto sentido “democrática”. A pesar de que ellos afirman que no había normas, se establecieron de forma más o menos consensuada pautas de conducta; no hubo grandes conflictos, y sí trabajo en equipo. Probablemente no fue un impulso solidario lo que les llevó a actuar de ese modo, sino más bien el propio instinto de supervivencia, ante la seguridad de que de forma aislada o -peor todavía- enfrentados, nadie se salvaría. Podríamos incluso pensar que acaso el contrato social no fue provocado por el deseo de preservar la seguridad, la libertad o la propiedad, sino por el apreciable beneficio que para todos y cada uno representa asociarse y adoptar decisiones conjuntamente. En mitad de la nada, surge la civilización.

(Fuente de la imagen: https://www.telam.com.ar/notas/202210/607607-tragedia-andes-sobrevivientes.html )

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