Mirando mi pasaporte
Las páginas de los pasaportes
españoles representan diversas especies de animales, con mapas que reflejan sus
recorridos de miles y miles de kilómetros. Mariposas que se desplazan de
Centroamérica a Canadá, o de África al Asia central, aves que van desde el
Ártico al continente africano, cachalotes que recorren los mares del norte, murciélagos
que van desde Europa a Asia. Viendo estas páginas, pienso qué instinto mueve a
esas bandadas de aves que he podido ver recientemente sobre el cielo de Toledo,
conformando una flecha que apunta al sur, para cruzar nuestra península durante
estos días de noviembre, al presentir los próximos rigores del frío europeo. Pienso
también en ese “gen inquieto” que, más o menos acusado, tenemos quienes
formamos parte de la especie “homo sapiens”, nómadas por naturaleza, desde
nuestro origen africano hasta nuestra expansión por todo el planeta. Solo lo
que he llamado “la revolución del confort”, es decir la que se produjo en el
Neolítico (acaso la única verdadera revolución, en la medida en que conllevó
una transformación radical de nuestra forma de vida), mitigó un poco las
manifestaciones externas de ese carácter, convirtiéndonos en sedentarios para
tratar de asegurar el sustento, la estabilidad emocional y familiar, así como
una pacífica vida en comunidad, naciendo así eso que llamamos “civilización”.
Pero esa revolución, si consideramos los cientos de miles de años de vida de
nuestra especie, se produjo como quien dice antes de ayer. Y ahí sigue ese
deseo de desplazarse, ya sea por necesidad, por curiosidad, por placer o por
negocio. Más recientemente (algo así como ayer por la tarde) nacen los Estados
modernos como estructura política propia de la comunidad nacional, y ahí
aparece el concepto moderno de frontera, distinto a aquel “limes” del imperio
que separaba la civilización de la barbarie, el orbe de lo desconocido; y
distinto también al contorno de las limitadas dimensiones de los feudos
medievales. Un concepto, en todo caso, que tampoco se entendería si no hubiera
personas que quisieran traspasarlas.
Mirando mi pasaporte, veo sellos y
visas de diversos lugares, y recuerdo las horas empleadas en ir y venir, las
tensiones de los aeropuertos, las horas de espera en una fila para entrar en
algún Estado, los controles con preguntas surrealistas, los registros, los
cuestionarios que me preguntan si estuve vinculado al régimen nazi entre 1933 y
1945, la cámara del escáner que nos muestra desnudos… Sé que, aunque parezca
paradójico, en esta época de la globalización y las integraciones supranacionales,
la superación de “fronteras internas” dentro de ámbitos regionales como la
Unión Europea, no solo tropieza con dificultades constantes, sino que viene
acompañada por el reforzamiento de fronteras externas que intentan preservar un
ámbito de mediana prosperidad y separarlo de la pobreza y la necesidad. Pero
aunque sé eso, mirando mi pasaporte me pregunto si veremos en este siglo un
mundo en el que esas fronteras que ahora parecen alzarse con fuerza,
consagrando la desigualdad, desaparezcan. Y me permito soñar (a fin de cuentas,
soñar es gratis) con un mundo en el que todos seamos como las mariposas que se
desplazan de Centroamérica a Canadá, sin saber nada de fronteras políticas ni
de controles. Esas mariposas que veo en mi pasaporte, simbolizando quizá el
viaje. Un viaje que, si pudiéramos hacer como ellas… no necesitaría de
pasaporte alguno.
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