Cementerios
Cuando los antropólogos investigan
los primeros homínidos, uno de los primeros rasgos que encuentran como
característicos de lo humano, que nos distingue de nuestros ancestros monos, es
la costumbre de enterrar a los muertos. Probablemente esta costumbre pone de
manifiesto algún tipo de creencia en el más allá, o al menos una cierta
espiritualidad, y por eso encontramos desde las primeras culturas
enterramientos, que se irían estabilizando con nuestra “conversión” al
sedentarismo (como he llamado alguna vez “la revolución del confort”), pues
esta nos permitió mantenernos cerca y visitar el lugar donde yacen nuestros
familiares y seres queridos. El carácter sagrado, más o menos religioso pero
siempre digno de un respeto especial, del lugar donde yacen nuestros
antepasados, es común a muchas culturas. El jefe indio Sealth escribía al
presidente de los Estados Unidos en 1854: “Si les vendemos nuestra tierra, deben recordar que es
sagrada, y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo
fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias
de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi
padre”. En otras culturas, como el hinduismo, la tradición ha sido la
incineración de los muertos, tal vez vinculada a la creencia en la
reencarnación, pero en todo caso rodeada de ritos que ponen de relieve el
respeto hacia ese momento de la muerte y su trascendencia. Esa práctica hoy es
cada vez más común en occidente, pero con todas las variantes que se quieran,
el respeto al momento de la muerte y a los antepasados fallecidos es un rasgo
esencial de la condición humana, vinculado a la comprensión y asunción de ese momento
de una manera diferente, espiritual y en cualquier caso más solemne a la que
tienen (en la medida en que tengan comprensión de ese momento) otras especies
animales.
El caso es que los cementerios son
lugares muy especiales en muchas culturas. A mí, siempre me han atraído, como
lugar paradójico que transmite sensaciones contradictorias, como son el temor o
cierto rechazo al momento –para casi nadie deseado- del final de esta vida, y
por otro lado esa extraña y maravillosa sensación de paz que transmiten. Y, la
verdad, me ha gustado visitar algunos cementerios. Hay algunos muy famosos por
las personas que en ellos están enterradas, o por la suntuosidad de los
panteones, como el de Recoleta en Buenos Aires, y otros que añaden a ese
atractivo su privilegiado emplazamiento (en España destacan por estos motivos
los de Comillas en Cantabria, o Luarca en Asturias). Muchas veces en mi vida,
paseando por estos lugares, leyendo quizá el poema desgarrador que transmite el
llanto de un padre por el fallecimiento de su hija (“Ma perché?”, se podía leer
en un panteón en Recoleta), he pensado en lo absurdo de esa fastuosidad, de
emplear el dinero, por mucho que alguien tenga, en algo tan inútil que de
ningún modo puede mejorar nuestra vida postrera, si es que esta existe, ni
mitigar el dolor de los que aquí quedan. Pero otras veces he visto el asunto de
forma diferente, al pensar que sin ese legítimo deseo de pervivencia (no quizá
tanto de la persona como de su recuerdo) no existirían las pirámides ni el Taj
Mahal. En cualquier caso, visitar el pedazo de tierra en el que yacen mi padre
o mis abuelos me ayuda a sentir estrechos vínculos con mi origen y procedencia,
y en suma con esa tierra que no nos pertenece, sino a la que todo pertenecemos.
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