jueves, 3 de noviembre de 2016

Cementerios

Cementerios





            Cuando los antropólogos investigan los primeros homínidos, uno de los primeros rasgos que encuentran como característicos de lo humano, que nos distingue de nuestros ancestros monos, es la costumbre de enterrar a los muertos. Probablemente esta costumbre pone de manifiesto algún tipo de creencia en el más allá, o al menos una cierta espiritualidad, y por eso encontramos desde las primeras culturas enterramientos, que se irían estabilizando con nuestra “conversión” al sedentarismo (como he llamado alguna vez “la revolución del confort”), pues esta nos permitió mantenernos cerca y visitar el lugar donde yacen nuestros familiares y seres queridos. El carácter sagrado, más o menos religioso pero siempre digno de un respeto especial, del lugar donde yacen nuestros antepasados, es común a muchas culturas. El jefe indio Sealth escribía al presidente de los Estados Unidos en 1854: “Si les vendemos nuestra tierra, deben recordar que es sagrada, y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre”. En otras culturas, como el hinduismo, la tradición ha sido la incineración de los muertos, tal vez vinculada a la creencia en la reencarnación, pero en todo caso rodeada de ritos que ponen de relieve el respeto hacia ese momento de la muerte y su trascendencia. Esa práctica hoy es cada vez más común en occidente, pero con todas las variantes que se quieran, el respeto al momento de la muerte y a los antepasados fallecidos es un rasgo esencial de la condición humana, vinculado a la comprensión y asunción de ese momento de una manera diferente, espiritual y en cualquier caso más solemne a la que tienen (en la medida en que tengan comprensión de ese momento) otras especies animales.




            El caso es que los cementerios son lugares muy especiales en muchas culturas. A mí, siempre me han atraído, como lugar paradójico que transmite sensaciones contradictorias, como son el temor o cierto rechazo al momento –para casi nadie deseado- del final de esta vida, y por otro lado esa extraña y maravillosa sensación de paz que transmiten. Y, la verdad, me ha gustado visitar algunos cementerios. Hay algunos muy famosos por las personas que en ellos están enterradas, o por la suntuosidad de los panteones, como el de Recoleta en Buenos Aires, y otros que añaden a ese atractivo su privilegiado emplazamiento (en España destacan por estos motivos los de Comillas en Cantabria, o Luarca en Asturias). Muchas veces en mi vida, paseando por estos lugares, leyendo quizá el poema desgarrador que transmite el llanto de un padre por el fallecimiento de su hija (“Ma perché?”, se podía leer en un panteón en Recoleta), he pensado en lo absurdo de esa fastuosidad, de emplear el dinero, por mucho que alguien tenga, en algo tan inútil que de ningún modo puede mejorar nuestra vida postrera, si es que esta existe, ni mitigar el dolor de los que aquí quedan. Pero otras veces he visto el asunto de forma diferente, al pensar que sin ese legítimo deseo de pervivencia (no quizá tanto de la persona como de su recuerdo) no existirían las pirámides ni el Taj Mahal. En cualquier caso, visitar el pedazo de tierra en el que yacen mi padre o mis abuelos me ayuda a sentir estrechos vínculos con mi origen y procedencia, y en suma con esa tierra que no nos pertenece, sino a la que todo pertenecemos.

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