La misma ilusión
Hay pocas cosas, lugares, personas,
o actividades que nos despiertan el mismo sentimiento y el mismo interés toda
la vida. Y aunque ese sentimiento llegue a hacerse rutinario, y a veces no
seamos capaces de percibirlo, ahí está. Y aunque a veces nos sintamos
decepcionados o frustrados, el sentimiento permanece. Puede ser la mujer (o el
hombre) de tu vida, tu ciudad o un lugar favorito o con el que tienes especial
vínculo, tu equipo de fútbol, una afición o una actividad vocacional, por
ejemplo. En este sentido, y como mi mujer y mi familia me conocen, no se
molestan si los incluyo entre mis afectos en la misma lista (aunque no en el
mismo puesto) que la ciudad de Toledo, mi amado oriente asturiano, o “mi”
Atlético de Madrid (que es quizá, de todos los citados, el que más veces me ha
provocado decepciones, de las que siempre me recupero). Son, claro está,
afectos diferentes, pero son esos sentimientos que permanecen sin condiciones y
no piden nada a cambio. Cuando ese sentimiento lo provoca una actividad
determinada, que se convierte en una de las más importantes de tu vida,
hablamos de vocación. Siempre te gusta y nunca te cansa. Si se trata de
aficiones (en mi caso, por ejemplo, leer, escribir, caminar, hacer fotos) es
más fácil entender que ese gusto por la actividad no decaiga, ya que esta es
practicada en los momentos de ocio y en los contextos más gratos de la vida. Pero
si esa vocación es tu trabajo, entonces puedes sentirte enormemente
privilegiado.
En estas fechas hace 25 años del curso
(1991/1992) en el que comencé mi actividad docente e investigadora. No me gusta
hablar de mí en este espacio, y odiaría que esto pareciera una especie de
autohomenaje. Al contrario, precisamente al recordar, al menos por un momento, aquel
curso y los años que han transcurrido desde entonces, lo primero que siento es
la necesidad de reconocer públicamente lo mucho que han aportado a mi formación
y a mi misma forma de ser, los miles de alumnos (difícil calcular su cifra
exacta) que he tenido en este período. Más de una vez me he preguntado si en lo
que soy como profesor han influido más mis propios profesores y maestros, o mis
alumnos. Lo que está claro es que a ambos les debo permanente gratitud, pues
sin ellos yo no sería hoy la misma persona. Si yo hubiera podido aportar u
ofrecer a estos alumnos, o a algunos de ellos, al menos una parte de lo
recibido, me sentiría satisfecho. Mi sensación es de haber recibido mucho más
de lo que haya podido aportar. En cualquier caso, como dice una letra de
Joaquín Sabina, “si alguna vez he dado más de lo que tengo, me han dado algunas
veces más de lo que doy”. De lo que hoy estoy seguro es de que estas
actividades (la docencia y la investigación, que están tan estrechamente
relacionadas que no podría separarlas) son mi verdadera vocación, aquello que
deseo seguir haciendo, así que pido disculpas por mis errores o por las veces
que no lo haga todo lo bien que debiera. Y estoy tan seguro de esa vocación, no
porque esto haya sido un camino de rosas, sino porque a pesar de los sinsabores,
disgustos o decepciones que he tenido, sigo sintiendo que esto es lo que más me
gusta. Y también lo estoy porque ahora que está a punto de empezar un nuevo
curso, siento exactamente la misma ilusión que cuando hace un cuarto de siglo
iniciaba mi profesión universitaria. Esa misma emoción de los días previos, el
mismo hormigueo del día inicial. El mismo deseo de motivar, de transmitir, también
de seguir aprendiendo, de ofrecer a otros mis modestos conocimientos. Tal vez ese
anhelo tan humano de dejar algo de mí a las futuras generaciones.
(fuente de la imagen: http://elprofedefisica.naukas.com/2011/01/21/ilusion/)
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