Sobre
la felicidad
Ser
feliz ha sido quizá la principal aspiración del ser humano desde que adquirió
conciencia de tal. No estoy muy seguro de que los animales tengan propiamente
un planteamiento, ni siquiera una aspiración a ser felices. Se limitan a seguir
su instinto, que normalmente les ayuda a sobrevivir, y probablemente al colmar
sus necesidades de alimento y reproducción sienten una satisfacción que, de
algún modo muy simple, podríamos denominar felicidad. En cambio, los humanos
elaboramos teorías sobre la felicidad, y así los cínicos la buscaban
precisamente en la imitación de los animales, los epicúreos creían conseguirla
a través del placer, mientras que los estoicos defendían que siendo
imperturbable como una roca, afrontando las adversidades con paciencia y cierta
flema, se podría lograr esa estabilidad personal y emocional que conduciría a
ese estado de felicidad. Distintos caminos para un mismo objetivo. Igualmente,
las distintas religiones nos ofrecen diversas recetas para alcanzar ese estado
deseado: el amor al prójimo, el desprendimiento, el sacrificio, la rectitud de
ideas, intenciones, palabras, acciones, vida, esfuerzo, meditación y
contemplación que constituye el “noble sendero óctuple” que nos conducirá al
Nirvana, por poner solo algún ejemplo.
Curiosamente,
los juristas no nos hemos metido demasiado en el asunto de la felicidad. Hemos
sugerido todo tipo de derechos, pero dejando a un lado afirmaciones retóricas,
en sentido propio no se ha proclamado, con pretensión y eficacia jurídica, un
pretendido “derecho a la felicidad”. Yo creo que la razón es la misma por la
que nunca hemos proclamado un “derecho a amar y ser amado”: siendo acaso las
aspiraciones más intensas y profundas de la mayoría de los seres humanos,
resulta que ninguna de ellas puede ser garantizada externamente, por la
sociedad, el Estado o el derecho. Dependen sobre todo de uno mismo, pero en muy
buena medida escapan a lo que uno mismo puede asegurar. Por eso, probablemente,
las primeras declaraciones de derechos posteriores a la independencia de las
trece colonias que luego fueron los Estados Unidos, sí quisieron proclamar un
“derecho a la búsqueda de la felicidad”. No es mal planteamiento. Ya que hemos
comprobado que no hay un método o vía infalible para lograr la felicidad, al
menos podemos garantizar que nadie será estorbado en su intento de lograr este
objetivo. Si bien se mira, esto no es algo diferente que garantizar la
libertad: al menos podemos asegurar que nadie va a imponerte una receta para tu
propia felicidad. Por desgracia, demasiadas veces los gobiernos no han seguido
esa máxima, y han tratado de imponer una única forma de felicidad, derivando
hacia el totalitarismo. Yo, la verdad, no sé mucho de este asunto, pero creo
que el camino no es el más directo y evidente, como sería el que busca el
placer, el lujo y la comodidad. El papa Francisco ha rechazado recientemente la
actitud de aquellos jóvenes que confunden la felicidad con un sofá, y nos anima
a encontrarla en la dificultad y las adversidades. Y ya Baden-Powell nos decía
que “la felicidad no proviene simplemente de la riqueza, ni de tener éxito en
la carrera, ni dándose uno gusto a sí mismo”. En todo caso, no pienso demasiado
en el tema, porque creo que es mucho más probable que la felicidad nos
encuentre si estamos “desprevenidos” trabajando en otra cosa o ayudando a los
demás, a que nosotros la encontremos a ella como consecuencia de una fatigosa,
a veces desesperante, y siempre inútil tarea de búsqueda.
(fuente de la imagen: http://www.educarconexito.com/es-la-felicidad-el-objetivo-de-la-educacion/)
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