La esencia de la Universidad

El término Universidad tiene el
mismo origen etimológico que Universo. Deriva de “unus” y “vertere”, expresando
así la unidad de lo diverso y variado, la unión de los saberes, que se difunden
y dan a conocer de una manera abierta. Fue así como, en los inicios de la Baja
Edad Media, las escuelas catedralicias fueron convirtiéndose en Estudios
Generales, y del “Trivium” de pasó al “Quadrivium”, pretendiendo englobar todos
los saberes; más tarde pasó a utilizarse el término “Universitas”. Entre los
primeros centros universitarios se suele mencionar a Bolonia, Oxford, París o,
en España, Salamanca. La Universidad de Toledo abrió a finales del siglo XV y
tendría más de 500 años, aunque hubo de cerrar en el siglo XIX y reabrir ya en
la segunda mitad del siglo XX, inicialmente con centros dependientes de la
Universidad Complutense, y luego como un Campus de la Universidad de
Castilla-La Mancha. En América florecieron las Universidades ya en el siglo
XVI, aunque a veces no es fácil precisar cuándo un centro de estudios puede
empezar a denominarse con propiedad Universidad, y las dudas entre la cédula
regia y la bula papal permiten que siga existiendo un cierto debate entre la
Universidad Autónoma de Santo Domingo y la Universidad Nacional de San Marcos
en Lima, sobre cuál fue la primera Universidad del nuevo continente.
Pero
no es mi intención terciar en polémicas o debates, que por otro lado tienen
interés desde el punto de vista histórico, sino avanzar la idea de que esa
universalidad propia de los centros de enseñanza superior habría sido desde su
origen su nota esencial. Y más allá de la intención de abarcar todos los
saberes, esa universalidad debe predicarse también de los enfoques, las
convicciones, las teorías científicas o humanísticas, siempre que se formulen
con fundamento y rigor metodológico. En definitiva, no se puede entender la
Universidad sin la mayor pluralidad de perspectivas y de opiniones, pero
también sin una cierta pretensión de que toda opinión se fundamente de forma
lógica o científica, y se pueda formular con la mayor objetividad y neutralidad
posible. La Universidad es así enemiga del pensamiento único, del puro
adoctrinamiento o del sectarismo, pero también de la pura arbitrariedad o la
falta de rigor en la formulación de las opiniones o ideas propias. Desde luego,
es obvio que la realidad siempre ha sido más compleja de lo que sugiere el
anterior análisis, y que en su larga historia y en su amplísima difusión
geográfica, la Universidad ha tenido momentos y lugares en los que la libertad
de ciencia, consustancial a su esencia, se ha visto seriamente limitada o
coartada. Pero creo que de una manera u otra el espíritu de apertura y la
tolerancia han ido siempre abriéndose camino, ya que sin ellos una enseñanza o
un intercambio de ideas no puede enmarcarse en el ámbito que calificamos como
universitario. Por ello la Universidad no puede sino ser el lugar de encuentro
entre la educación como derecho prestacional, y un conjunto de libertades que
se predican de todos los miembros de la comunidad educativa: libertad de
ciencia, de investigación, de cátedra y de estudio. Y la autonomía universitaria,
considerada hoy un derecho fundamental autónomo, no deja de tener un sentido
finalista, pues se dirige a preservar dichas libertades. Modestamente, cada vez
que doy una clase o una conferencia, participo en un foro o colaboro en su
organización, procuro siempre tener muy presente estas ideas de servicio
público, libertad y pluralismo.
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