Cantábrico
Aunque no sueles mostrar ese
azul marino intenso y limpio propio del Mediterráneo, yo prefiero ese festival
de tonos grises, verdes y azules, reflejos de tus cielos, tus montes y tus
fondos. Prefiero esos cielos casi siempre plomizos, brumosos, nublados,
imponentes y amenazantes, rara vez despejados y lisos. Aunque a tu lado no es
fácil encontrar días y noches cálidos, yo me quedo con este clima, suave en
temperatura pero inestable por definición, en el que es posible en el mismo día
disfrutar (sí, disfrutar) de la lluvia y del orvallo, del viento y de la brisa,
del fresco y del calor, de las nubes y de ese sol que, no siendo tan
omnipresente como en otros lugares, es mucho más bienvenido cuando durante un
rato aparece para hacer brillar con esa intensidad única los verdes prados y
las húmedas montañas. Aunque sé que tus aguas son más frías que las de otras
costas, y sigo sin entender a los lugareños y a aquellos visitantes que salen
del baño exclamando “¡qué buena está el agua!” (dudo si en un alarde de audacia
o presunción, o más bien en un intento de infundir ánimo y moral a los que
dubitativamente permanecemos en la orilla, pero en todo caso creo que
objetivamente la veracidad de esa afirmación suele resultar bastante
cuetionable), al final siempre disfruto de este baño tonificante que despeja y
despierta los sentidos. Prefiero las tranquilas aldeas de tus riberas, en las
que puedes encontrar lo básico, a las grandes urbes que todo lo ofrecen y en
las que todo está realmente lejos. Me quedo con tus prados, tus imponentes
acantilados, tus playas, tus ríos y rías, tus vacas… Prefiero tus montañas,
modestas en altura pero imponentes en aspecto y duras en fisonomía, a ninguna
otra, y quiero quedarme siempre al pie de estos urrieles que los marineros
bautizaron como “Picos de Europa” porque desde muchas millas mar adentro les
avisaban (supongo que en los escasos días despejados) de la proximidad de la
costa.
Aunque encuentro el encanto a todos los lugares, en ningún
sitio como en este siento tan claramente que soy parte de la tierra y de la
naturaleza. Es un sentimiento de pertenencia distinto al que los humanos
solemos experimentar: no es que este lugar me pertenezca, sino que yo
pertenezco a él. Puede que este mar no sea el “Nostrum”, pero forma parte
esencial de nuestra geografía y de nuestra historia, y yo lo siento como el más
cercano. Siendo España y Francia los únicos países a la vez atlánticos y
mediterráneos, en nuestros vecinos parece predominar el carácter atlántico,
mientras que en España destaca aparentemente el rasgo mediterráneo. Pero
nuestra esencia, también en esto, es radicalmente mixta, y le debemos tanto al
Mediterráneo que nos trajo la civilización, como al Atlántico y al Cantábrico,
que han sido también protagonistas de nuestra historia como soportes de nuestra
relación con los países del norte, y de nuestro esencial vínculo americano. El
Cantábrico es, si bien se piensa, el único mar exclusivamente español, pues es
el nombre que recibe el océano en nuestra costa norte, pero solo en estas
tierras de “indianos” se entiende que, más que separarnos de nadie, ha sido un
vehículo que ha enlazado para siempre nuestra cultura con la de los países
hermanos de Hispanoamérica, posibilitando durante siglos el viaje de ida y
vuelta entre una y otra orilla del “charco”. Y todo esto se siente de alguna
manera en uno de estos días en los que el agua y el cielo se funden en este
gris inconfundible…
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