El
sistema
Lo que llamamos “el sistema”,
nuestro sistema o modelo económico-político y social (y esto vale para España
pero también para la mayoría de los países occidentales) tiene sin duda
carencias, entre los que hay que poner en primer plano la tendencia a generar
desigualdades y ciertos déficits democráticos. Pero es fruto de una secular evolución
histórica, consecuencia de largos y afanosos progresos, y se ha ido formando mediante
sucesivas y continuas reformas. Desde el sistema, cada reforma ha supuesto un
avance. Desde fuera del sistema, cada ruptura ha conducido a un callejón sin
salida que solo ha traído negación de los derechos, sufrimiento y pobreza.
Porque no es la primera vez que el sistema está en una encrucijada, y basta ver
a qué condujeron sus dos alternativas rupturistas (comunismo y fascismo),
cuando el modelo entró en crisis al final de la primera guerra mundial. Puede
que “el sistema” no haya logrado suprimir las diferencias entre ricos y pobres,
pero alguna de las alternativas han estado a punto de lograrlo… a base de
convertir a todos en pobres.
Porque, incluso aunque la economía sea
hoy principalmente capitalista, nuestro sistema no podría definirse meramente como
“capitalismo explotador” o “tiranía del mercado”. No, a esto paradójicamente
cada vez se parece más el modelo chino, ultracapitalista en lo económico (pero autoritario
en lo político…). Nuestro sistema más bien puede denominarse Estado social y
democrático de Derecho. Esa es la fórmula más afortunada para expresar la
síntesis entre liberalismo, democracia y progreso social y económico; en
definitiva, entre libertad e igualdad. No es un sistema que naciera ayer. Esta
denominación, implantada tras la segunda guerra mundial, describe una evolución
del modelo originado en la Revolución francesa, y tiene desde luego
antecedentes en Roma, y (¡más paradojas!) precisamente en Grecia. Ya hablando
de España, y para entendernos, el “régimen” que nace de la Constitución de 1978
no puede entenderse de ninguna manera como una continuidad del que tuvo su
origen en 1939, sino que más bien podría relacionarse con el que nació (o quizá
más exactamente, el que quiso nacer) en Cádiz en 1812 y con nuestro
constitucionalismo posterior hasta 1931, así como el de los modelos europeos
próximos que más nos influyeron, sin descartar sus antecedentes más remotos
como los de la institución parlamentaria que nació en León en 1188. Por todo
ello, no puedo estar de acuerdo con quien se proclama antisistema, o se
posiciona a favor de la ruptura con este “régimen” que tanto ha costado
construir, y que es el más avanzado de la Historia de España, pero también (si
hablamos del sistema que se ha dado en llamar “occidental”) el más avanzado de
la Historia de la Humanidad. Y no puedo dejar de estar preocupado cuando veo que
parecen ganar terreno las posiciones antisistema, prometiendo (¡una vez más!)
la igualdad absoluta, la democracia plena y la felicidad de todos, pero que
probablemente no traerían (¡una vez más!) otra cosa que pobreza y desolación.
Hay mucho que corregir, muchas reformas van a ser necesarias. Ruptura, ninguna.
Porque si nuestro sistema, con todas sus carencias y limitaciones, es
plenamente legítimo, cualquier ruptura con el mismo no lo sería en absoluto.
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