El
principito
En el mes de abril de hace ahora
setenta años fue publicado en Nueva York el más famoso y leído de los libros de
Antoine de Saint Exupéry, aviador de guerra y escritor que fallecería al año
siguiente, y que será siempre recordado por escribir esta preciosa y pequeña
obrita. “Le Petit Prince” fue traducido a más de 250 idiomas, y es hoy uno de
los libros más vendidos de todos los tiempos. Tengo la sensación de que sus páginas -que aparentan dirigirse a los más
pequeños pero encierran una gran profundidad filosófica- marcaron la infancia
de muchos niños de mi generación. Yo recuerdo leer el libro varias veces, en
casa con mi madre, en el colegio, y luego he vuelto a él de mayor en no pocas
ocasiones. Y puede que sea porque esas lecturas hechas en los primeros años de
la vida se valoran después mucho más (dicho sea entre paréntesis, no sé si los
niños de hoy leen este libro, en realidad no sé si leen algo que no aparezca en
una pantalla de ordenador o en algún servicio de mensajería instantánea), pero
la verdad es que no he vuelto a encontrar muchas páginas tan sencillas y tan
llenas de significado en ningún otro libro. Puede que algunas obras de Paulo
Coelho se aproximen de algún modo a ese enfoque a la vez simple y profundo,
pero la verdad es que el autor brasileño (que también me gusta mucho) suele
incorporar a sus obras un tono místico que al lado de “El principito” se me
hace a veces algo empalagoso.
Y es que la narración de la historia
del pequeño niño que viene de otro planeta y aparece de repente en el desierto
(pero no es un marciano, ni hay naves extraterrestres, ni hay que preguntarse
por qué…), y sobre todo la manera de hacernos comprender la forma que tiene de
entender la vida, es simplemente sublime. Es, dejando a un lado la Biblia, una
de las lecturas que más huella han dejado en mí. Ciertamente, demasiadas veces
tiendo a olvidar que es más importante el tiempo que el dinero, y que desperdiciamos
aquel dando importancia a lo que realmente no la tiene; que la amistad es un
valioso tesoro, que merece la pena “domesticar” a alguien (y también dejarse
domesticar”), que una rosa en un lejano y pequeñísimo planeta que solo tiene
tres volcanes es la más valiosa posesión porque es frágil y única… A veces
olvido, en fin, que hay que ser simple e intuitivo para ver el elefante dentro
de la boa y no un sombrero. Pero cuando ese olvido amenaza con destruirlo todo,
casi siempre aparece ese niño de cabellos rubios como el trigo para recordarme
que me estoy equivocando.
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