La
curiosidad en los genes
“Seréis como Dios, conocedores de lo
bueno y de lo malo”. Yo no sé si el ser humano sería más feliz en un estado de
ignorancia que le mantuviera al margen de cualquier inquietud sobre la
corrección moral de sus actos, y más en general de todo deseo de conocimiento;
pero el ansia de saber está de algún modo inscrita en nosotros hasta el punto
de constituir nuestro “pecado original”. Sin él ni seríamos humanos ni
habríamos progresado en cientos de miles de años. Si la contrapartida de esta
característica tan humana es una permanente insatisfacción, motivada por la
consciencia de que el objetivo (saberlo todo, ser como Dios) es inalcanzable,
me parece asumible. El riesgo, claro está, es grande, ya que probablemente la
misma tendencia irrefrenable hacia lo desconocido nos lleva también demasiadas
veces a la búsqueda de lo prohibido, pues el deseo de superar todos los límites
incluye muchas veces los límites morales.
El deseo de conocer más y de
traspasar cualquier frontera está, por tanto, presente en el hombre que salió
de África para ocupar todos los continentes, en el que descubrió el fuego,
inventó la rueda o diseñó las primeras puntas de lanza, o en el que, milenios
después, descubrió América para el mundo occidental. Aunque probablemente es a
partir del siglo XIX cuando el innato deseo de exploración cobra un carácter
más “deportivo”, de manera que ya no se busca por necesidad o por utilidad
social, económica o meramente cultural, sino que se intenta llegar más lejos
por el mero hecho de hacerlo, y es así como se han alcanzado lugares que en
términos materiales no nos han reportado nada, como los llamados “tres polos”
(los dos polos físicos del planeta y el Everest), aunque también hay algo de
ese deseo en la todavía embrionaria “conquista del espacio”. En ese contexto
cultural en 1888 nació en Estados Unidos la sociedad National Geographic, que
por tanto celebra ahora su 125 aniversario. El número de enero de 2013 se
dedica monográficamente a la cuestión de por qué exploramos, e incluye un
artículo que justifica científicamente lo que siempre habíamos intuido:
nuestros genes son “inquietos”, más que los de cualquier otra especie animal, y
de ahí nuestro imparable deseo de conocer, que por otro lado está más acentuado
en unas personas que en otras. Necesitamos conocer, y eso nos hace progresar y
superarnos, pero nuestro objetivo es inalcanzable porque cada respuesta abre
nuevos interrogantes.
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