jueves, 7 de febrero de 2013

LA CURIOSIDAD EN LOS GENES

La curiosidad en los genes


            “Seréis como Dios, conocedores de lo bueno y de lo malo”. Yo no sé si el ser humano sería más feliz en un estado de ignorancia que le mantuviera al margen de cualquier inquietud sobre la corrección moral de sus actos, y más en general de todo deseo de conocimiento; pero el ansia de saber está de algún modo inscrita en nosotros hasta el punto de constituir nuestro “pecado original”. Sin él ni seríamos humanos ni habríamos progresado en cientos de miles de años. Si la contrapartida de esta característica tan humana es una permanente insatisfacción, motivada por la consciencia de que el objetivo (saberlo todo, ser como Dios) es inalcanzable, me parece asumible. El riesgo, claro está, es grande, ya que probablemente la misma tendencia irrefrenable hacia lo desconocido nos lleva también demasiadas veces a la búsqueda de lo prohibido, pues el deseo de superar todos los límites incluye muchas veces los límites morales.

            El deseo de conocer más y de traspasar cualquier frontera está, por tanto, presente en el hombre que salió de África para ocupar todos los continentes, en el que descubrió el fuego, inventó la rueda o diseñó las primeras puntas de lanza, o en el que, milenios después, descubrió América para el mundo occidental. Aunque probablemente es a partir del siglo XIX cuando el innato deseo de exploración cobra un carácter más “deportivo”, de manera que ya no se busca por necesidad o por utilidad social, económica o meramente cultural, sino que se intenta llegar más lejos por el mero hecho de hacerlo, y es así como se han alcanzado lugares que en términos materiales no nos han reportado nada, como los llamados “tres polos” (los dos polos físicos del planeta y el Everest), aunque también hay algo de ese deseo en la todavía embrionaria “conquista del espacio”. En ese contexto cultural en 1888 nació en Estados Unidos la sociedad National Geographic, que por tanto celebra ahora su 125 aniversario. El número de enero de 2013 se dedica monográficamente a la cuestión de por qué exploramos, e incluye un artículo que justifica científicamente lo que siempre habíamos intuido: nuestros genes son “inquietos”, más que los de cualquier otra especie animal, y de ahí nuestro imparable deseo de conocer, que por otro lado está más acentuado en unas personas que en otras. Necesitamos conocer, y eso nos hace progresar y superarnos, pero nuestro objetivo es inalcanzable porque cada respuesta abre nuevos interrogantes.       

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