La
Segunda República
Noventa años después de su
proclamación, ya debería haber llegado la hora de que en los análisis de este
fascinante período de nuestra histórica contemporánea predominase la
neutralidad y objetividad que cabe esperar en todo estudio científico. Por
supuesto, ello es perfectamente compatible con el debate, incluso con la
existencia de posiciones contradictorias sobre la misma cuestión, y desde luego
este tipo de debates entre expertos -incluso con importantes repercusiones
sociales- se siguen produciendo con muchos otros momentos de nuestra historia,
desde la batalla de Covadonga hasta las guerras carlistas, pasando por la
Guerra de Sucesión y tantos otros momentos. Pero creo que, en lo relativo a la
Segunda República, hemos pasado de cuatro décadas en las que no había libertad
para investigar y parecía que no se podía decir nada bueno, a tiempos en los
que parece que una tergiversada concepción de la llamada “memoria democrática”
tiende a imponer una visión idealizada y utópica de este período, que puede
llegar a resultar sesgada hasta el ridículo. Creo que ello se debe a que hay,
todavía, demasiada politización vinculada a este período, y a que, además, esa
politización se vincula con el momento actual, y algunos tratan de fundamentar
posiciones sobre la España actual en su análisis sobre lo sucedido hace nueve
décadas. Hay demasiada pasión, pero no en el buen sentido positivo de “afición
vehemente” aplicada en este caso a la historia, sino en el de “perturbación o
afecto desordenado” que se impone sobre el análisis objetivo y racional.
Creo que, en realidad, la Segunda
República tuvo aspectos muy positivos, junto a otros más problemáticos o
negativos. En cuanto a lo primero, se aprobó una Constitución pionera en muchos
aspectos, una de las primeras en incorporar los derechos sociales, así como el
primer Tribunal Constitucional de nuestra historia; se instauró un régimen
democrático, no exento de carencias y déficits en su funcionamiento, como les
pasa más o menos a todos, pero desde luego mejor que el período inmediatamente
anterior, y probablemente el más pleno de nuestra historia hasta ese momento;
se consiguió por primera vez el sufragio femenino, entre tantos otros aspectos.
Pero también en este período se llevó a cabo una feroz y violenta persecución
religiosa, a veces demasiado tolerada desde las instituciones; se ahondó en la
radicalización y el enfrentamiento entre españoles, fortaleciéndose esas “dos
Españas” que apenas dejaron espacio a los moderados; y se produjeron crisis,
episodios violentos, y abruptas rupturas con la legalidad. Por otro lado, se
intentó implantar un interesante y positivo modelo de descentralización
política, pero nunca llegó a funcionar adecuadamente. En fin, como casi
siempre, luces y sombras. Pero ni las luces sirven a mi juicio para defender en
este momento la república como un régimen mejor que nuestra monarquía
parlamentaria, ni las sombras impiden que hoy pueda llevarse a cabo una defensa
justificada de la forma de gobierno republicana. En realidad, nada de lo que he
mencionado tiene que ver con la forma de gobierno o con la jefatura de Estado,
y probablemente tampoco nada de lo más relevante sucedido en ese período, salvo
quizá la interpretación del complejo episodio de la destitución de
Alcalá-Zamora en 1936. Así que el debate actual sobre monarquía y república
debería desvincularse de la valoración histórica de la Segunda República. Y en
fin, iba a decir algo más sobre la Constitución… pero esta se aprobó ya en
diciembre, así que anuncio un futuro “miradero” monográfico sobre el tema. Pero
puedo simplemente apuntar que, en cualquiera de sus aspectos positivos, es
superada claramente a mi juicio por el actual texto de 1978.
(Fuente de la imagen: https://www.cromacultura.com/segunda-republica/ )
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