jueves, 29 de junio de 2017

Confianza y censuras

Confianza… y censuras





            Es más fácil destruir que construir. Incluso es más sencillo ponerse de acuerdo en contra de algo, que a favor de algo (o de alguien). Cuesta menos sumar apoyos para rechazar una iniciativa, que para apoyar una iniciativa alternativa. Y derribar a un gobierno, que formar gobierno. Esto es algo que ha estado muy presente en la evolución del sistema parlamentario de gobierno, una aportación inglesa que se extendió por buena parte del continente europeo y que se ha ido formando a lo largo de la historia. Este sistema fue la manera de legitimar (y controlar) a los gobiernos en sistemas monárquicos, en los que el pueblo no elige directamente a la cabeza del ejecutivo. Luego se extendió en modelos republicanos (o lo mantuvieron los sistemas monárquicos que luego pasaron a ser repúblicas). El sistema tiene indudables ventajas, como un mayor control y exigencia de responsabilidad política de los gobiernos, y la mayor comunicación y sintonía entre estos y los parlamentos. También se suponía que este sistema puede evitar mejor el hiperpresidencialismo. Pero igualmente tiene inconvenientes, y entre ellos siempre ha destacado uno: la tendencia a la inestabilidad gubernamental y a la caída de los gobiernos. En Inglaterra, tradicionalmente este problema se apreciaba menos, por su acusado bipartidismo (en un bipartidismo puro, mayoría simple y absoluta coinciden). Pero en el resto de los países esto ha generado no pocos problemas, a los que se han buscado distintas soluciones. Italia ha hecho numerosas reformas en su sistema electoral y ha cambiado su mismo sistema de partidos, ante la permanente inestabilidad de su antiguo “pentapartito”, y nunca parece dar con la solución idónea. Francia tuvo una efímera IV República que sustituyó por el actual modelo semipresidenialista, para solventar precisamente este problema. Alemania optó (como hoy por hoy muchos países) por el llamado “parlamentarismo racionalizado” que tiende al fortalecimiento del Gobierno, facilitando su formación y dificultando su caída, el canalizar la exigencia de responsabilidad política por vías tasadas y que tienden a dificultarse, y en especial, por la moción de censura constructiva, que requiere un candidato alternativo.


            Y España… en esto, como en otras cuestiones constitucionales, sigue muy de cerca a Alemania. La relación de confianza está pensada para facilitar la formación del Gobierno, las vías de exigencia de responsabilidad política se configuran para limitar las formas de derribarlo. Y a esto hay que añadir la absoluta preeminencia del presidente dentro del Gobierno, que en la actualidad es seña de casi todos los sistemas parlamentarios. Así, el Congreso, en puridad, no otorga su confianza a un Gobierno, sino a un candidato a presidente para formar Gobierno. Al otorgar esa confianza, habitualmente ni se conoce quiénes serán los ministros. Por todas estas razones, la posible exigencia de responsabilidad política solo se puede hacer mediante el cese del Gobierno en su conjunto (en puridad, del presidente con su Gobierno), mediante el rechazo a una cuestión de confianza, o la aprobación de una moción de censura, que implica también el acuerdo sobre que ha de ser el nuevo presidente (hace poco ha fracasado una). La aprobación de “censuras” a ministros individuales, como hemos visto en las últimas semanas, suponen solo un posicionamiento político de la cámara, sin duda legítimo, pero que no obliga al ministro a dimitir ni al presidente a cesarlo. Si estas cosas no fueran así, viviríamos en la más absoluta inestabilidad y en una acusada falta de gobierno.

(Fuente de las imágenes: http://www.antena3.com/noticias/espana/debate-mocion-censura-mariano-rajoy-minuto-minuto_20170612593ea5000cf22592e30e992d.html y http://politica.elpais.com/politica/2017/06/27/actualidad/1498547716_957635.html )

jueves, 22 de junio de 2017

Sobre naciones y nacionalidades

Sobre naciones y nacionalidades


            En menos de una semana, el candidato a presidente en la frustrada moción de censura, y uno de los principales documentos programáticos aprobado en el congreso del principal partido de la oposición, han coincidido en plantear España como “Estado plurinacional”. Pero lo más llamativo es que en ambos casos se ha invocado el artículo 2 como fundamento o base de esta idea (aunque se asuma la necesidad de reforma constitucional o “proceso constituyente”, según el caso). Desde luego, la palabra nación ha tenido diversos sentidos en la historia, en el pensamiento político y filosófico. Y, por supuesto, estamos (afortunadamente) en un Estado democrático, en el que todo se puede defender, expresar y proponer, incluido aquello que sea contrario a la Constitución, siempre que, en este último caso, se proponga al tiempo la reforma de esta. Pero no voy a entrar ahora en estas cuestiones. Me voy a centrar en el concepto jurídico-constitucional, y en particular en lo que se deriva de ese artículo 2. Porque sugerir que este sirve para justificar, o siquiera que “apunta” a un Estado plurinacional, es tergiversar su texto más allá de lo admisible.


En primer lugar, porque todas las veces que la Constitución utiliza la palabra “Nación” (en el Preámbulo y en el propio artículo 2) lo hace refiriéndose inequívocamente a España. En segundo lugar, porque si bien el artículo 2 introduce el término “nacionalidades” al lado de las “regiones”, y sin duda su interpretación y significado ha generado numerosos debates y entendimientos diferentes, al menos hasta ahora ha habido consenso total en entender que, sea lo que sea una “nacionalidad” (y no pocos estatutos de autonomía han utilizado el término para definir a su comunidad) por la propia dicción del artículo 2 este concepto tiene que ser algo diferente al de “nación”, ya que las “nacionalidades y regiones” son las que “integran” la “Nación española”. Y, por si hubiera dudas, este mismo precepto recalca que la Constitución se fundamenta en la “indisoluble unidad” de esta (única constitucionalmente existente), y que esta es la “patria común e indivisible de todos los españoles”. Pero además, en tercer lugar, el Tribunal Constitucional ha sido explícito al señalar que, si bien pueden defenderse otros conceptos de nación desde la perspectiva cultural o social, constitucionalmente solo hay una nación, y esa es España. Así que afirmar que el artículo que proclama solemnemente la unidad de la nación española sería la base o el punto de partida para reconocer la plurinacionalidad de España es retorcer lo que nos dice el lenguaje y cualquier interpretación razonable de este, y especialmente retorcer el entendimiento que inequívocamente ha hecho quien es, legalmente, el supremo intérprete de la Constitución. Se puede defender (y yo estoy a favor de) la interpretación evolutiva, pero no cabe justificar lo que sería un claro quebrantamiento constitucional, y menos enmascararlo con ese tipo de menciones a que un artículo supuestamente “apuntaría” a lo contrario de lo que dice. Si se quiere un Estado plurinacional, hay que reformar la Constitución por la vía del artículo 168 (sin inventarse procesos constituyentes que no sean exactamente ese). Y por último, nada de esto tiene que ver con un modelo federal, igualmente defendible, que igualmente necesitaría una reforma constitucional, pero que no presupone en absoluto la plurinacionalidad: baste pensar que en Estados Unidos, México o Alemania el término nación alude precisamente al conjunto y no a los estados miembros.      

(Fuente de la imagen: https://es.wikipedia.org/wiki/Nación_española)

martes, 13 de junio de 2017

Cuarenta años de democracia

Cuarenta años de democracia



            Los que vivimos la transición en nuestra infancia y adolescencia, y luego nos hemos pasado toda la vida recordándola casi en cada aniversario, podríamos llegar a estar un poco hartos de hablar siempre de ello. Incluso un poco más quienes tenemos que explicarlo cada año en clase. Así que tendría motivos para dejar pasar este aniversario de las primeras elecciones democráticas, celebradas el 15 de junio de 1977. Pero tengo más para recordarlas. En primer lugar, cuarenta años no es cualquier cifra. En concreto, para España, supone probablemente el mayor período ininterrumpido de democracia de nuestra historia contemporánea (y, por tanto, de nuestra historia sin más). Podríamos discutir esto hablando de la superior vigencia de la Constitución de 1876, incluso si acortamos este período hasta 1923, ya que después de esta fecha, aun cuando no fue derogada, no puede considerarse que fuera aplicada. Pero verdaderamente las  limitaciones en la aplicación de ese texto constitucional (ya de por sí muy moderado y conservador, aun cuando básicamente democrático) hacen que sea difícil adoptar esa época de turnismo y caciques como referencia plenamente democrática. En cualquier caso, desde las elecciones de 1977 sí hemos vivido, con todos los problemas que se quieran apuntar, una época de democracia equiparable a las más avanzadas del mundo. Motivo suficiente para pararse un momento a recordar y poner en valor este hito.


            Pero hay, además, otro motivo que justifica especialmente este recuerdo. Algunos parecen empeñados en cuestionar el valor de nuestra transición política, y con él el de nuestra actual democracia; y los más jóvenes, que no vivieron el momento, pueden llegar a asumir ese enfoque erróneo. Es cierto que, formalmente, hubo una continuidad no interrumpida entre el ordenamiento jurídico franquista y el actual, y entre las siete leyes fundamentales y nuestra Constitución. Ello se consiguió gracias a la citada Ley para la Reforma Política de 1976, formalmente la “octava ley fundamental”, pero que materialmente supuso la ruptura con el régimen anterior, al reconocer los derechos fundamentales y sentar las bases de un régimen democrático, en especial estableciendo los parámetros para llevar a cabo unas elecciones democráticas en un contexto de pluralismo político, que fueron precisamente las que se celebraron en junio de 1977, dando paso a unas Cortes materialmente constituyentes. Aquella continuidad formal fue la garantía de una transición pacífica, y en modo alguno ha supuesto ningún hándicap, lastre o cortapisa en nuestra democracia. Más bien al contrario, esta ha sido ejemplo internacional, precisamente por esa transición sin ruptura formal (aunque sí, obviamente, material, pues se pasó de la dictadura a la democracia). Ello permitió además la reconciliación entre todos los españoles, en lugar de un ajuste de cuentas que hubiera sido mucho peor. Como digo, algunas voces intentan convertir eso, que fue una importante virtud, en un defecto o problema que supuestamente viciaría lo que ha venido después. Por eso conviene recordar lo que sucedió. Y lo que sucedió en junio de 1977 fue que los españoles eligieron con libertad entre las muy diversas opciones políticas que concurrieron a las elecciones, y aunque durante décadas eso no se había podido hacer, lo hicieron dando un ejemplo de madurez y normalidad, que se ha mantenido en elecciones posteriores hasta la actualidad. Y que permitió que la mejor Constitución de nuestra historia, que es la vigente, no fuese “de partido”, sino la de todos. Esa es la realidad.

(Fuente de la imagen: https://ignaciotrillo.wordpress.com/2015/12/24/27335/)