jueves, 26 de mayo de 2016

Licenciados de plata

Licenciados de plata

            Todo es relativo, así que veinticinco años son mucho o poco, depende de para qué. Son poco en el proceso de erosión de las montañas, pero son más que la vida del mejor amigo del ser humano. Llevar esos cinco lustros como licenciado, diríamos que no está mal de todo. Parece seguro que los que cumplimos ese requisito ya no tenemos derecho al “bonobús” joven, ni podemos participar en un concurso de jóvenes promesas, ni vamos a batir el récord de los 100 metros lisos (bueno, tal vez en categoría “senior”…). Y en este país en el que todo el mundo se tutea… de repente uno se da cuenta de que todos le tratan de “usted” o “señor”. Pero qué quieren que les diga, cumplir las bodas de plata como licenciado tiene también su lado bueno. Las cosas se ven de otra manera. Las ambiciones se han moderado, pero no han desaparecido. Los problemas se relativizan y se afrontan con mucha menos ansiedad. Uno siente que tiene ya alguna experiencia y cierta madurez, pero que todavía le queda mucho por aprender y mejorar. El peso de los proyectos y el de los éxitos, fracasos y decepciones pasados se equilibran; se valora lo conseguido, sin pararse a considerar si es mucho o poco en relación a lo imaginado en su día; pero también se mantiene plenamente firme la ilusión de que lo mejor que uno tiene que hacer, está todavía por ser hecho. El perfecto equilibrio entre el pasado y el futuro.


            Decía mi padre que es triste privilegio el de la edad. Pero cumplir veinticinco años de licenciado en Derecho, siendo además la primera promoción de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, en la Universidad de Castilla-La Mancha, ha supuesto para mí (y espero que igualmente para mis compañeros) una de las grandes satisfacciones de la vida, como ha sido el volver a reencontrar a buena parte de aquellos compañeros que entre 1986 y 1991 estudiamos Derecho en aquel emblemático C.U.T., terminando finalmente, unos en la UCLM y otros en la Complutense. Un reencuentro primero virtual, a través del grupo de whatsapp más activo al que jamás he pertenecido, y luego real, en una entrañable comida que bien podríamos llamar “de hermandad”. A decir verdad (aunque reconozco que esta opinión puede ser algo subjetiva), todos los compañeros estamos más calvos, más canosos, más gordos, o todo ello junto; mientras que todas las compañeras están mejor que hace cinco lustros. Lo que es seguro es que, al menos en el rato de aquel gratísimo encuentro, todas y todos nos sentimos extraordinariamente jóvenes, guapos y felices. Hay en este grupo, cómo no, bastantes abogados, jueces, funcionarios, profesionales de diversas empresas privadas, profesores, algún presidente de comunidad autónoma, e incluso tenemos más de una escritora. Pero lo bueno es que, aunque en más de un caso fue necesaria una “nueva presentación” o mirar el cartelito identificador que algunos lucíamos, bastaba empezar a hablar para que todo funcionase entre nosotros como si no hubieran pasado veinticinco años, y fuéramos todavía esos jóvenes estudiantes universitarios, temerosos de los exámenes, de los profesores más duros o más “locos”, o viviendo aquel inolvidable viaje de fin de carrera. Ahí estaban nuestro compañerismo y nuestra amistad, intactos, resistentes al tiempo y a la distancia. Como el primer día. Entonces el pasado volvió a ser historia, el futuro, un misterio ilusionante, y ese breve presente (lleno de recuerdos de aquel pasado común) fue el mejor de los regalos.

jueves, 19 de mayo de 2016

La urna rota

La urna rota


         Cinco años después del 15-M, y cuando la crisis económica comienza a superarse, estamos en un momento en el que ya puede haber cierta perspectiva para valorar lo que realmente ha significado toda la situación vivida en los últimos años respecto a nuestro sistema democrático, aunque desde luego estos fenómenos son comunes a muchas sociedades occidentales. Desde mi punto de vista, yerran tanto aquellos que piensan que todo esto ha sido un fenómeno pasajero y que todo volverá a ser como era, como quienes creen que esto ha sido el inicio de una revolución total que conducirá a la implosión de nuestro sistema (según ellos corrupto e inválido hasta la médula) y sus sustitución por otro. Porque, en primer lugar, me parece que hay cosas que están cambiando y tendrán que cambiar definitivamente. No se trata ya de si los “partidos emergentes” han llegado para quedarse, o terminaremos volviendo a un modelo bipartidista imperfecto. Esto es cuestión secundaria. Lo que ahora ha cambiado y no creo que tenga retorno, son cuestiones más profundas vinculadas, por un lado, al funcionamiento y a la democracia interna de los partidos, a la relación entre electores y representantes, y a la necesidad de establecer controles y mecanismos ágiles y eficaces para frenar la corrupción. Estos cambios, quizá a ritmo diferente en los distintos partidos, se van a ir implantando, al igual que nuevas formas de participación que den lugar a una democracia más abierta. Pero, por otro lado, creo que los pilares de nuestro sistema constitucional siguen siendo perfectamente válidos. La separación de poderes, la soberanía popular y los derechos fundamentales constituyen una axiología irrenunciable. Nuestro modelo de democracia es representativa. Nuestra Constitución de 1978, que tiene plena actualidad en cuanto a sus principios esenciales, requiere sin embargo de reformas profundas en muchos aspectos que afectan al desarrollo y garantía del catálogo de los derechos, o a la conveniencia de remover ciertas limitaciones y obstáculos a la participación, pero desde luego eso ha de hacerse mediante una reforma en la que el “poder constituyente constituido” actúe de acuerdo a los procedimientos constitucionalmente establecidos.


Algo quizá se ha roto en la relación entre ciudadanos y representantes políticos (otros dirían entre la “gente” y la casta”), pero esa relación puede y debe recuperarse y fortalecerse, pues ni el mundo ni la historia conocen sistemas que hayan funcionado mejor que nuestras democracias representativas.  Todo esto, que es algo que yo he venido pensando durante estos años, está bastante en la línea de un libro muy interesante que he leído recientemente y quiero recomendar a mis lectores, cuyo título he usado para encabezar esta columna. “La urna rota” (Debate, 2014), una obra del colectivo que responde al nombre de Politikon (www.politikon.es), realiza en primer lugar un riguroso diagnóstico de los problemas fundamentales de nuestra sociedad; para, en una segunda parte bastante completa, analizar con objetividad las principales soluciones propuestas, en materia de democracia interna de los partidos, reforma electoral, transparencia y control, fortalecimiento de la sociedad civil, políticas públicas o participación directa. Analiza –sin magnificar su valor- fórmulas conocidas en el derecho comparado o propuestas por la doctrina, y en mi opinión, aunque no ofrece una solución en forma de “varita mágica”, apunta las líneas y tendencias adecuadas para salir de esta profunda crisis política e institucional. En suma, una propuesta reformista del mayor interés.

(Imagen tomada de https://www.amazon.es/Urna-Rota-DEBATE-POLITIKON/dp/8499924042)

jueves, 12 de mayo de 2016

Ibáñez

Ibáñez

           

Pocas alegrías mayores en mi infancia que la de poder “devorar” un “Superhumor”, aquellos volúmenes llenos de historias de tebeos (eso que ahora llamamos “comics”). Me gustaban todo tipo de tebeos, aunque mis favoritos fueron siempre los de Astérix y, casi por encima de todo, Mortadelo y Filemón. En cualquier caso, el formato de “Superhumor” permitía un volumen muy amplio que reunía todo tipo de historias. Creo que si exceptuamos las de Zipi y Zape, todas las demás eran de la autoría de Ibáñez: Pepe Gotera y Otilio, 13 Rue del Percebe, Rompetechos, El botones Sacarino, la Familia Trapisonda… y los geniales Mortadelo y Filemón. Todos los niños reconocíamos perfectamente esa firma de “F. Ibáñez” en todas esas historias. Era un humor sin complejos y sin temor a lo políticamente incorrecto. Con Rompetechos nos reíamos abiertamente de las confusiones mayúsculas de este personaje de “gafas de culo de vaso” y casi “cegato”, sin plantearnos si era o no correcto hacer humor a costa de la discapacidad visual de este personaje ficticio. El botones Sacarino provocaba nuestra sonrisa sin que llegásemos a preguntarnos si este ganaba el salario mínimo, tenía un contrato estable o estaba sobreexplotado. Y desde luego, “13 Rue del Percebe” creó un nuevo estilo o género humorístico, seguido no solo por otras viñetas posteriores, sino incluso por series del estilo de “Aquí no hay quien viva”.


            Pero como he dicho, para mí no había ninguno comparable a Mortadelo y Filemón.  Las historias de estos agentes de la “TIA” eran un perfecto combinado entre un irónico reflejo de la sociedad, la autocrítica a las chapuzas nacionales, la parodia de las series y películas de espionaje, los justos toques de imaginación y fantasía, muchas dosis de exageración, que resultaba uno de los ingredientes más hilarantes, y una especie de “superhéroe de andar por casa” al que todos admirábamos de algún modo, que era el personaje protagonista. Era “el último de la fila” de aquella agencia surrealista, pero sin duda el más listo, el más gracioso, y el que más empatía generaba. Un personaje alto, calvo, con su eterna levita (salvo que estuviera disfrazado) y con la peculiaridad de carecer de hombros. Nada más divertido que ver cómo podía cambiar de disfraz de viñeta a viñeta, con una variedad de ellos cercana al infinito. Pero no todo era Mortadelo, porque nada sería igual sin Filemón, ese “jefe” que siempre se llevaba la peor parte, generando así cierta simpatía a pesar de ese aparentemente tan “mandón” y estricto; o sin el superintendente Vicente, siempre dispuesto a encargar las misiones más absurdas y a criticar a sus subordinados por su inutilidad; o sin el inefable profesor Bacterio, el más divertidos de los “científicos locos” que jamás he conocido, cuyos inventos siempre producían el efecto contrario al perseguido… El resultado de ese cóctel siempre provocaba gran cantidad de accidentes, caídas, golpes o palizas… que podían traer como consecuencia la rotura de todos todos los huesos del cuerpo y el vendaje total, pero no importaba porque los personajes podían curarse al instante como por arte de magia. En fin, el responsable de tantas sonrisas y carcajadas de mi infancia, cumple ahora 80 años. Dice que con los políticos y la realidad actual le ha salido una “competencia desleal”, porque hacen más gracia que sus historias. La verdad es que estas eran y siguen siendo (porque Ibáñez ni mucho menos se retira) insuperables. ¡Muchas felicidades, maestro!