¿Adónde
va Europa?
He sido, y sigo siendo, europeísta
convencido. Lo mejor que jamás le ha pasado a Europa fue iniciar el proceso de
integración que tuvo su origen en la década de los 50 del pasado siglo. Y lo
mejor que le ha podido pasar a España es estar en Europa a partir de 1986. La
crisis ha sido dura, pero mucho peor habría sido separados. Pero quizá es
precisamente ese europeísmo el que me hace entender y participar de una cierta
decepción con el proceso. La integración es un largo camino, en el que hay
pasos adelante y otros atrás, en el que junto a los éxitos se encuentran
notorios fracasos (como el de la Constitución europea), en el que el objetivo
de una verdadera unión política, social y económica, no parece llegar nunca. No
hay todavía un auténtico pueblo europeo que pueda actuar como sujeto político
expresando su voluntad, y a mi juicio esa es la verdadera clave del ritmo a
veces desesperante del proceso. Todavía, en realidad, hay una suma de pueblos,
y esto no es un concepto teórico sino que tiene manifestaciones a nivel
institucional, electoral, organizativo y de todo tipo. La población tiene quizá
la sensación de que son los Estados, y en especial los Gobiernos (y muy en
especial “algunos” Gobiernos) quienes toman las decisiones políticamente
relevantes, y esa sensación no carece de cierto fundamento, como tampoco la
idea de que lo que llamamos “los mercados” condicionan de forma determinante
esas decisiones.
Todo ello es cierto, pero si
observamos el proceso con cierta perspectiva, habrá que reconocer al menos que
por cada paso atrás ha habido dos pasos adelante. Es decir, aunque despacio, avanzamos
en integración, en “conciencia europea”, en fortalecimiento de la soberanía
popular y, en consecuencia, del peso de su institución representativa, como es
el Parlamento europeo. Por ello no deja de resultar una paradoja que el
Parlamento con más peso en la Historia de Europa (que es el que hemos elegido
la pasada semana, dado que es la primera vez que lo hacemos tras la entrada en
vigor del Tratado de Lisboa) tenga en su composición, como nota dominante, el
auge de las opciones políticas antieuropeístas, así como de otras “antisistema”
y extremistas de izquierda y de derecha. Ese auge es en mi modesta opinión tan
constatable como preocupante, y los partidos moderados deberían reflexionar,
porque en general han sido los que han sufrido como contrapartida un acusado
descenso (hay también algunas excepciones, de pequeños partidos moderados que
han subido, otro elemento por cierto para la reflexión de los “grandes”). A mi
juicio -y esta idea me parece aplicable a toda Europa, pero especialmente a
España-, tan erróneo sería que los partidos moderados que han caído
significativamente no sepan hacer autocrítica, sobre todo en lo que tiene que
ver con democracia interna y comunicación con sus representados, como que los
partidos más radicales que han experimentado un incuestionable ascenso –pero siguen
siendo manifiestamente minoritarios-, se crean ganadores de las elecciones, o
actúen como si por alguna razón inexplicable ellos tuvieran más legitimidad
para expresar la voz de la “calle” o de la “gente”. En cualquier caso,
encrucijada difícil de la que creo que Europa debería salir hacia delante y no
hacia atrás.