jueves, 28 de junio de 2018

¿Trabajaremos siempre?

¿Trabajaremos siempre?




            Si creemos (aunque sea entendiéndolo en términos metafóricos) al autor del Génesis, en el Paraíso no se trabajaba. El trabajo debió venir después, y fue consecuencia de una maldición divina por nuestro pecado: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Aunque también es verdad que, mucho más tarde pero sin salir todavía de la Biblia, San Pablo entendió el papel del trabajo de todos en una sociedad justa, como servicio o aportación a la comunidad, y por eso estableció que para aquellas primeras comunidades cristianas que “el que no trabaje, que no coma”. El trabajo ha sido, por tanto, algo así como un “mal necesario”, una obligación para el ser humano, pero compensada no solo por la contraprestación económica que representaba el salario, sino también por el beneficio que supone para la sociedad. De todos modos, acaso siempre ha existido un sueño, un anhelo más o menos utópico, de poder suprimir o reducir el trabajo, en beneficio del ocio. Quizá fue Karl Marx quien más claramente formuló ese deseo para el futuro, partiendo de que el trabajo era esencialmente una explotación del empresario al trabajador, que se veía obligado a enajenar lo único que realmente poseía, que era su fuerza laboral, a cambio de un salario ridículo porque la plusvalía se la quedaba el propio empresario. Hoy a eso se le suele llamar beneficio empresarial, pero las huellas de todo lo que he venido comentando aparecen en el constitucionalismo social, y la Constitución española de 1978 es buen ejemplo de ello. Ciertamente, el trabajo se configura como deber, pero también como derecho, y viene acompañado del derecho a la libre elección de profesión u oficio, y también “a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia” (artículo 35). Es difícil no ver la huella tanto de aquel concepto bíblico, como, sobre todo, de esas ideas marxistas, mucho más cuando el artículo 43, entre los principios rectores de la política social y económica, dispone que los poderes públicos “facilitarán la adecuada utilización del ocio”. Es la antesala de lo que podríamos denominar un “derecho fundamental al ocio adecuado”.  Pero lo que llamamos ocio solo tiene sentido junto al neg-ocio, es decir, ese  derecho-deber de trabajar (acaso, si lo entendemos literalmente, el menos efectivo de todos los derechos constitucionales en uno de los Estados con más desempleo del mundo occidental), y con una libertad de elección de profesión u oficio, aunque sea siempre relativa, ya que se elige entre lo disponible o lo que quede al alcance, que no siempre es lo que más le gusta a uno…


            El caso es que aquella utopía de trabajar menos y tener más ocio retorna periódicamente, y ahora parece regresar con más fuerza que nunca, merced a la inteligencia artificial y los robots. Se nos anuncia que más pronto que tarde, gran parte de las actividades que ahora desarrollamos, serán asumidas por máquinas inteligentes. Todo ello en el contexto de una economía colaborativa, que desdibuja las fronteras entre trabajador y empresario, entre consumidor y productor. Desde luego, para que esta revolución no genere una gran crisis o una enorme fractura social, se estudian fórmulas que nos permitieran trabajar menos sin renunciar a las prestaciones actuales, como por ejemplo, que los robots paguen seguridad social (supongo que esto se refiere a sus creadores o diseñadores). No sé ni en qué medida llegaremos a ver esto, ni si, en caso afirmativo, supondría una evolución favorable hacia una vida en la que el trabajo no nos absorba tanto, o un cambio traumático generador de insatisfacción social. En todo caso, creo que lo peor que tienen algunos sueños es que a veces se hacen realidad, y es muy probable que una vida sin trabajo, regida además por un “gobierno de las máquinas”, no fuera mejor que esta. Así que, de momento, quien tenga un trabajo que más o menos le estimule o le dé algunas satisfacciones, creo que tiene motivos para estar contento.

(Fuente de la imagen: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2014-08-11/nos-quitaran-los-robots-el-trabajo-en-2025-el-veredicto-de-los-principales-expertos_173890/)

jueves, 21 de junio de 2018

Pies de barro

Pies de barro



            Muchas veces he proclamado en este mismo lugar mi convencido europeísmo. Estoy seguro de que, si se me permite la expresión, “Europa es la única salida que tiene Europa”. Aunque convendría precisar: la salida es más y mejor Europa. En todo caso, he de reconocer que, aunque mantengo firme mi convicción, a veces flaquea la fe en que ese sea el camino que realmente está transitando Europa. Y con la fe, claro, se pierde algo de entusiasmo. Hay que ser conscientes de que la construcción europea nunca ha sido un camino de rosas: las dificultades han hecho que una y otra vez la consecución de los grandes objetivos fundacionales se haya ido aplazando, dilatando o rebajando en su intensidad. Apareció así la cooperación reforzada, para que al menos algunos Estados pudieran avanzar a un ritmo algo más elevado. Y fruto de esa idea llegaron los que posiblemente hayan sido hasta ahora los logros más tangibles de la Unión Europea: la libertad de circulación, real y generalizada, aunque solo en el “espacio Schengen”, y desde luego la moneda única, el euro, aunque en este caso en un espacio más reducido que el de la Unión. En los últimos años, el fracaso de la Constitución europea o el Brexit han contribuido a ralentizar todavía más el proceso de la integración.

 

            De todas formas, en alguna medida estas crisis pueden fortalecer a Europa, si persiste en sus objetivos centrales, aunque por otras vías. La Constitución se sustituyó por el más moderado Tratado de Lisboa, y quizá llegue el momento de volver a pensar en su reforma. Y el Brexit… quizá facilite que los demás puedan seguir avanzando con un ritmo más intenso, sin el “lastre” -si se me permite la expresión, dicha con todo respeto- que a veces suponía el Reino Unido. En cambio, tengo más dudas de que Europa sea capaz de superar otras crisis más profundas, en la medida en que afectan a los cimientos que quizá haya sido su logro más importante, como es la libertad de circulación, esa Europa sin fronteras siempre imaginada. Y es que la supresión de las fronteras internas necesita dos presupuestos fuertes, que como se ve recientemente, están muy lejos de cumplirse. Uno, que junto a las personas, circulen libremente las resoluciones judiciales, en especial las que permiten detener y enjuiciar a los presuntos responsables de delitos. De lo contrario, tendremos una enorme excepción al principio del imperio de la ley. Y en este aspecto, como vemos en ejemplos de todos conocidos, parece que la regulación de la orden europea de detención y entrega es mucho menos ágil, y mucho menos completa, de lo que nos “vendieron” en su día. Y en segundo lugar, la supresión de las fronteras internas conlleva que las fronteras externas deban ser homogéneas, con un grado de “permeabilidad” y con unos criterios para la entrada similares en todos los Estados. Y eso, ante los inmensos flujos inmigratorios que afronta la Unión, implica también la solidaridad entre todos los países. No puede ser que la situación se intente resolver por cada Estado de forma individual, y con criterios a veces antitéticos sobre la admisión. Las sucesivas crisis de los refugiados, y la respuesta común al problema de la inmigración, son los grandes retos de Europa. Si no los afronta adecuadamente, podemos estar ante un gigante con pies de barro, que sin darse cuenta se esté desintegrando a la vista de todos.

(Fuente de las imágenes: http://manuescudero.es/blog/2015/10/30/frente-a-la-crisis-de-los-refugiados-acciones-concretas/ y https://actualidad.rt.com/actualidad/185006-inmigrantes-refugiados-rutas-europa-ue)

jueves, 14 de junio de 2018

Nadal

Nadal



            El frenesí informativo de estos días, y acaso también la costumbre, ha restado relieve al undécimo triunfo de Rafa Nadal en Roland Garros. Antes de que el mundial de Rusia 2018 monopolice toda la atención, creo que es el momento de detenerse en esta proeza, y en los méritos de su autor. Desde luego, y más allá de apreciaciones subjetivas, los datos y las cifras son apabullantes. El actual número uno del tenis mundial no solo ha sido el único tenista que ha conseguido ganar once veces el torneo de Roland Garros, sino que además es el segundo con más títulos del Grand Slam (17, por 20 de Roger Federer, cifra que por cierto no parece imposible que alcance el manacorí), y ocupa el primer lugar en títulos de Masters 1000 en modalidad individual. Es el cuarto en la lista de títulos ATP, pero comparte con su amigo Federer el primer lugar en número de títulos ATP World Tour 500. Además de todo ello, tiene dos medallas de oro olímpicas, que contribuyen a que haya sido el tenista más joven en conseguir el llamado “Golden Slam” a lo largo de su carrera, lo que logró en 2010.


            Creo que se puede afirmar, sin temor a resultar exagerado, que es uno de los mejores tenistas de la historia (y sin duda el mejor en tierra batida), así como uno de los mejores deportistas españoles en toda la historia (con permiso, quizá, de Miguel Indurain). Parafraseando aquel anuncio de cerveza, podría decirse que es “probablemente, el mejor deportista español de la historia”. Todo esto son méritos más que suficientes, pero como he dicho muchas veces, en el caso de deportistas con gran proyección pública, no hay que olvidar que son, para muchas personas, y especialmente jóvenes, un modelo, o al menos una referencia. Y por ello, hay que valorar que sepan transmitir determinados valores positivos. En este sentido, Rafa puede ponerse como ejemplo en no pocos aspectos. En primer lugar, su capacidad de lucha y superación. Su carrera, siendo espectacular, ha sido algo irregular por culpa de las lesiones. Pero nunca ha abandonado, siempre ha sido constante, y así ha logrado levantarse tantas veces como ha caído. Por otro lado, este tenista sabe mantener, en sus apariciones públicas, un equilibrio muy adecuado entre el “estar callado” y no pronunciarse ante nada (como si los deportistas no vivieran en la sociedad), y “ser un bocazas”. Nadal ha sido siempre prudente y moderado, pero ha expresado su opinión cuando lo ha considerado. Por eso sabemos, entre otras cosas, que este tenista balear está orgulloso de ser español (y basta ver cómo se emociona con el himno) y desea que España siga estando unida. Por todo, enhorabuena campeón.

(Fuente de la imagen: http://www.marca.com/tenis/roland-garros/2018/06/10/5b1d49f8e2704e14458b4660.html)