jueves, 29 de septiembre de 2022

Si fuera tan fácil…

Si fuera tan fácil…



            Si frenar la inflación fuera tan fácil como establecer precios fijos o máximos de determinados productos, o de muchos productos, esa fórmula tan sencilla se habría utilizado con gran frecuencia e indudable éxito. Pero no. Es verdad que no han sido insólitos los intentos de diversos gobiernos a lo largo de la historia por luchas contra la inflación por esta vía, desde el Imperio Romano en algunos momentos, hasta Venezuela o Argentina en tiempos mucho más reciente. Pero el fracaso absoluto de esta receta, siempre que se trata de utilizar de forma generalizada, debería ser suficiente para que, con independencia de ideologías, nadie con mediano conocimiento la volviera a proponer. Cada vez que se han establecido precios fijos o máximos de manera más o menos generalizada, el resultado ha sido el desabastecimiento, la acentuación de la crisis, un mercado negro creciente con una inflación desbordada, y posiblemente la depreciación de la moneda. En circunstancias normales, nadie va a vender si no tiene un beneficio de ello, de tal manera que, si el precio máximo está más o menos en las pautas del mercado, resultará irrelevante, y si está muy por debajo de ellas, será eludido por vías alternativas, y en la parte en que se deba mantener por los conductos oficiales, provocará un desabastecimiento por falta de oferta. No digo con esto, obviamente, que los poderes públicos no puedan -o incluso a veces deban- controlar o incluso puntualmente corregir ciertos efectos del mercado, pero en cuanto se pasa de eso a pretender sustituirlo, la ruina suele estar asegurada. 

En suma, en situaciones críticas puntuales puede evitarse la especulación estableciendo precios máximos de venta de algún tipo de producto respecto al que pueda darse esa situación, pero el establecimiento de precios fijos o máximos en un amplio elenco de productos básicos sometidos al mercado está condenado al fracaso, ya sea por inútil (si ese precio está dentro de los márgenes razonables), ya por pernicioso (si está por debajo). Este tipo de medida no solo choca con leyes de la economía, sino que podría chocar con las normas jurídicas europeas, e incluso con nuestra Constitución, que por muy amplias posibilidades de intervención que conceda a los poderes públicos, sigue reconociendo la libertad de empresa “en el marco” de la economía de mercado. Así que cabe incluso la planificación (art. 131), pero no la sustitución de las leyes básicas del marcado (art. 38), lo cual, además, sería negativo. Y un último apunte lingüístico: “topar”, según el Diccionario, puede ser chocar, encontrarse algo, o dicho de un animal cornudo, “topetar”, entre otras cosas, pero no establecer un precio máximo de algún producto, así que no entiendo el empeño que se está poniendo en usarlo en ese sentido.


(Fuente de la imagen: https://es.investing.com/academy/trading/que-es-la-inflacion-tipos/ )

jueves, 22 de septiembre de 2022

Autonomía y fiscalidad

 

Autonomía y fiscalidad




            La Constitución española contiene algunos principios importantes aplicables que inciden en la financiación de las Comunidades Autónomas, aunque a pesar de ello su configuración queda bastante abierta para el posterior desarrollo legal. Abordar esto de forma completa, pero necesariamente resumida, en una columna de estas características sería de premio… voy a intentarlo. Cabe empezar diciendo que la autonomía política necesita de autonomía presupuestaria, que implica, dentro de ciertos márgenes, la posibilidad de decidir sobre ingresos y gastos. Como es sabido, las Comunidades Autónomas pueden tener sus propios impuestos, tasas y contribuciones especiales, así como impuestos cedidos total o parcialmente por el Estado (art 157). Dentro de estos últimos, se ha interpretado que las Comunidades tienen un margen para incidir normativamente en su regulación. Así que es inimaginable la existencia de una regulación idéntica para todos los impuestos en todas las Comunidades. Hay, además, casos especiales como el de Navarra y los Territorios Históricos del País Vasco, que en virtud de la Disposición Adicional Primera mantienen sus derechos históricos en la materia, que se traducen en algo próximo a la soberanía fiscal, a cambio de pactar un cupo a abonar al Estado por los servicios que presta en su territorio. Por supuesto, todo esto tiene que hacerse compatible con otros principios, como el de solidaridad (art. 2, y 158.2, que instaura un Fondo de Compensación Interterritorial), y el de igualdad de derechos y obligaciones de los españoles en todas las partes del territorio (art. 139.1). Pero esa igualdad nunca puede ser absoluta, pues de lo contrario no tendría cabida la autonomía, ni fiscal ni de ningún tipo. No solo no pagamos los mismos impuestos en toda España, tampoco las mismas tasas en las Universidades públicas, y tantos otros ejemplos.  

            Desde luego, el detalle de todo esto puede variar mediante reformas legislativas. Pero en términos argumentativos en una trampa saducea el sostener que si algunas Comunidades Autónomas deciden bajar, o incluso suprimir, aquellos impuestos respecto de los cuales tienen capacidad normativa, inevitablemente vulnerarán la igualdad, o se desplomará el Estado social. Mucho cabría debatir sobre la incidencia de las bajadas de impuestos en las prestaciones sociales, ya que estas dependen de cuánto se recauda en la práctica (no de un tipo concreto), y de cómo se gasta. Pero lo que exige pluralismo político es que estas distintas posturas sobre el papel relativo de determinados ingresos y gastos se puedan plantear, porque todas ellas tienen cabida dentro de la Constitución, y que los ciudadanos decidan en las urnas cuáles les parecen preferibles. No que alguien las pretenda desterrar del juego político mediante una descalificación global y previa.

(Fuente de la imagen: https://www.elcomercio.es/economia/deberian-iguales-impuestos-en-todas-comunidades-20191104045703-nt.html )

miércoles, 14 de septiembre de 2022

Isabel II y la monarquía parlamentaria

Isabel II y la monarquía parlamentaria


 

        A estas alturas, quien más quien menos, casi todos empezamos a estar algo cansados de leer y oír hablar sobre el tema de los últimos días. Y por lo demás, resulta bastante difícil decir algo original. Pero… no me resisto a intentarlo, o al menos a ofrecer un enfoque centrado en otros aspectos, como el significado de esta reina para el Derecho Constitucional británico. Porque suele decirse (y esto lo sabe cualquier persona con un nivel cultural medio, aunque no sea jurista) que la Constitución inglesa se basa en el Derecho Consuetudinario… pero esto requiere algún matiz. No es solo que este convive con textos escritos de valor constitucional desde el siglo XVII (o desde el siglo XIII si incluimos la Carta Magna de 1215), sino también que, desde el siglo XIX se puede decir sin exagerar demasiado que la Constitución inglesa está escrita en el libro homónimo de Walter Bagehot. Y ello es especialmente cierto en la parte relativa a la Corona y a la definición de la monarquía parlamentaria, y no en vano todos los futuros monarcas o los monarcas jóvenes, desde entonces, estudian este texto como guía para su actuación, y deben asumir la idea de que en la monarquía parlamentaria el rey solo tiene derecho a “ser consultado, animar y advertir”. Pues bien, creo que desde ahora el sentido de la monarquía parlamentaria en el Reino Unido, además de plasmarse de algún modo en ese texto, se encarna en este reinado de Isabel II que acaba de finalizar. Porque si la monarquía parlamentaria es, sobre todo, la fórmula que ha encontrado esta forma de gobierno para sobrevivir en el contexto del Estado democrático, su misma esencia se sitúa en ese complejo punto de equilibrio entre el mantenimiento de la tradición y la identidad histórica que la justifica (o al menos la explica) y la necesidad de permanente adaptación a las nuevas circunstancias.

Y nadie como Isabel II ha sabido hacer eso, como muestra por ejemplo la conocida y bien hecha serie The Crown. Y así el reinado de Isabel II no es igual que el de la reina Victoria, por decir algo, pero ni siquiera las pautas de actuación en el inicio de su reinado son iguales que las que han existido en sus últimos años. Pensemos que ella, como su padre, reinó porque Eduardo VIII no pudo hacerlo estando casado con una divorciada, pero a ella le sucede un rey no solo casado con una divorciada, sino divorciado él mismo. Cosas de la costumbre. En todo caso, esta capacidad de adaptación me parece admirable y ejemplar, como puse de relieve en mi texto (perdonen la autocita) “La monarquía parlamentaria, entre la Historia y la Constitución” (https://bit.ly/3BI09kX ). Y en fin, no dejo de añadir un apunte personal, aunque creo que compartido por personas de mi generación o mayores: he conocido cinco papas, tres jefes de Estado en España, siete presidentes del Gobierno, no sé cuantos mandatarios y líderes mundiales… pero la reina de Inglaterra parecía estar ahí eternamente. Su fallecimiento me separa definitivamente del mundo en el que crecí, y eso me hace sentir a veces que este mundo me resulta algo ajeno… Esta reina ha dado unidad a todo el período que se inicia en la segunda posguerra mundial, y su ausencia es la constatación de que nada permanece, todo cambia, panta rei… Heráclito tenía razón, no hay manera de bañarse dos veces en el mismo río. Eso sí, el rey ha muerto, viva el rey, probablemente muchas cosas pueden cambiar, pero yo creo que la monarquía permanecerá en el Reino Unido, y solo el tiempo nos dirá si también en los todos aquellos catorce Estados que reconocen al monarca británico como jefe de Estado. O quizá en algún momento le toque a Inglaterra vivir su propio “98”, y como a nosotros, solo décadas después de haber perdido lo más granado de su imperio le llegue una cierta conciencia de crisis por el poder y el protagonismo perdido. Lo que sea, seguro que Jordi Hurtado estará aquí para verlo…

(Fuente de las imágenes: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/i/isabel_ii.htm )




 

jueves, 8 de septiembre de 2022

¿Qué ha pasado en Chile?

¿Qué ha pasado en Chile?


            El hecho de que un poder elegido democráticamente -y mucho más si es una asamblea- lleve a cabo en nombre y representación del pueblo soberano una propuesta que, sin embargo, es a continuación rechazada en referéndum por el propio pueblo, no deja de resultar una paradoja que introduce siempre situaciones complejas. Pero es obvio que esa situación puede darse, no solo porque de lo contrario la propia convocatoria de referéndum en estos casos carecería de sentido, sino porque hemos comprobado en los últimos tiempos cómo efectivamente se ha producido, con más frecuencia de la esperada. Por poner solo algunos ejemplos, baste recordar el referéndum del Brexit en el Reino Unido o el de los acuerdos de paz en Colombia, o específicamente en el terreno de las reformas constitucionales, las que no hace muchos años fueron rechazadas en Italia, o cómo la propia Constitución de la Unión Europea de 2004 se convirtió precipitadamente en una carta “nonnata” tras el rechazo en las votaciones en Francia y en los Países Bajos. Esto mismo es lo que ha pasado hace unos días en Chile, aunque me temo que en España no se le ha prestado demasiada atención, y muchos ni siquiera lo saben. Pero creo que este caso tiene algunas peculiaridades. Primero, porque todo el proceso se inició tras un referéndum en el que el pueblo expresó de manera inequívoca el deseo de aprobar una nueva Constitución (que sustituya a la vigente que, aun con reformas significativas, es todavía de que se aprobó en 1980 en pleno período pinochetista), así como el procedimiento a seguir para ello. Segundo, porque este procedimiento, que se ha centrado en la elección de una convención constitucional, también indudablemente elegida de forma democrática, ha puesto mucho énfasis en la participación ciudadana, y en especial en la inclusión y protagonismo de las minorías. A lo que cabe añadir un nuevo presidente cuya sintonía con el proceso constituyente parecía fuera de dudas. Por todo ello, la perplejidad y la complejidad provocada por el resultado puede ser mayor. 

            Poco puedo decir en unas líneas, pero me parece que, sin perjuicio de constatar que, como por desgracia suele suceder cada vez con más frecuencia en este tipo de procesos, puedan haber existido fake news, intoxicaciones informativas o presiones de diversos sectores, sería un tremendo error situar estos factores como causas del resultado. Creo que la sociedad chilena es suficientemente madura, y además las circunstancias no parecen haber cambiado demasiado desde la elección de la convención, o desde la propia aprobación del inicio del proceso. Parece bastante incoherente afirmar, como muchos hicieron de firma insistente, que se trataba de uno de los procesos constituyentes más democráticos del mundo (si no el que más), para terminar objetando el resultado desde la perspectiva de la “limpieza” del propio proceso. Aunque no se pueda afirmar categóricamente que el pueblo nunca se equivoca, creo que desde luego no es este el caso. Me parece que en este caso, como en algunos otros de los mencionados, más probablemente se ha producido un problema de falta de comunicación, sintonía o confianza entre el pueblo y sus representantes, que ha conducido a que estos presenten algo inaceptable para la mayoría. Además de posibles torpezas difíciles de explicar por parte de la mayoría que proponía el “apruebo” (como la de comprometerse a una reforma inmediata del nuevo texto si este se aprobaba…), la clave, en mi humilde opinión, está en que quizá el proceso, por muy participativo que haya podido ser, no ha resultado tan plural en esa participación como debería. Puede que en el pluralismo este la clave. Puede que bastantes minorías (o más bien quienes asumen su representación) hayan podido intervenir, pero el finalmente el texto sometido a votación era rechazado por fuerzas políticas desde el centro izquierda hasta la derecha. Algunos se han esmerado en hacer una Constitución excelente, ejemplar y modélica de acuerdo con sus valores; pero este tipo de Constitución no es la óptima. La Constitución perfecta no existe, pero la preferible es, según creo, no la ideal para algunos (ni siquiera a veces cuando estos puedan llegar a configurar una exigua y coyuntural mayoría), sino la que es asumible y aceptable por la inmensa mayoría, a ser posible por casi todos. Una Constitución de este tipo es la que está llamada a durar. En cambio, una Constitución de partido o fuertemente ideologizada en términos políticos y económicos (sean estos los que sean), si logra nacer, no suele conseguir un largo recorrido. Por el bien de Chile, que es un país hermano, y por las muy buenas amigas y amigos que allí tengo, deseo que este país supere pronto esta situación crítica y encuentre su camino, que según parece desprenderse claramente de los últimos procesos, debe conducir a algo diferente sin duda a la Constitución de 1980, pero también diferente a este texto que contiene, por lo que hemos visto, algunos principios o preceptos que la mayoría no comparte. Será necesario probablemente un texto más abierto y plural.     

 

 (Fuente de la imagen: https://agenciapresentes.org/2022/08/31/chile-se-prepara-para-votar-la-primera-constitucion-paritaria-del-mundo/ )