jueves, 17 de diciembre de 2020

Delibes

 

Delibes



 

           Mi infancia son recuerdos… de niños que se criaban en gélidos inviernos en los que el hielo jamás se derrite en Ávila; de personas humildes que vivían en cuevas en la dura Castilla de la postguerra, y comían ratas; de aquel hombre que vivía en su pueblo totalmente ajeno a la política; de aquella mujer que mientras lloraba el cadáver de su marido mostraba todas las tribulaciones que la había generado toda una vida dedicada a él y una sociedad cerrada que la oprimía… Pero como puede deducir el lector, todos estos recuerdos no son de situaciones o escenarios que yo hubiera vivido directamente, sino de la lectura de La sombra del ciprés es alargada, Las ratas, El disputado voto del señor Cayo, o Cinco horas con Mario, entre las varias obras de Miguel Delibes que “devoré” en aquellos años, y en otros posteriores. Tanto me encantaba, que junto a Camilo José Cela y a la generación del 98 (en especial Unamuno, Baroja y Machado), y a algunos iberoamericanos como García Márquez o Vargas Llosa, Delibes se encuentra entre los autores que más he leído, más me han gustado y más han marcado mi vida.

 

            Recibió en vida prácticamente todos los premios literarios de relevancia, excepto el Nobel, y de alguna manera creo que el Cela fue un premio a esa “generación” de la que ambos fueron los autores más destacados. Delibes, además de  su valor literario y de su manejo proverbial del idioma, tiene el mérito de haber logrado ser a la vez conservador y progresista, porque yo creo que, en efecto, hay cosas que conviene conservar, y otras que hay que cambiar. Así, siempre le preocupó la preservación del mundo natural y de nuestro ambiente rural. Fue una persona enamorada la “descansada vida” de quien “huye del mundanal ruido”, y de los valores positivos que se encierran en las más profundas tradiciones de una forma de vivir cuya desaparición él ya comenzó a ver. Pero a la vez, me parece que resultó absolutamente pionero en tantos aspectos que hace décadas apenas se vislumbraban. Fue auténticamente “medioambientalista” (o quizá “conservacionista”, mejor en todo caso que ecologista) cuando a la naturaleza la llamábamos “el campo”; supo mostrar el alma de la mujer de su época (por ejemplo a través del personaje de Carmen en Cinco horas con Mario) cuando nadie hablaba de la “perspectiva de género”; tuvo desde hace muchas décadas una sincera y profunda preocupación por lo que ahora algunos llaman ridículamente “la España vaciada”. Reflejó como nadie los valores de austeridad y nobleza que encarna Castilla. Por tantos motivos, y con el deseo de fomentar su lectura, este último “miradero” del año de su centenario va dedicado al gran Delibes.

(Fuente de la imagen: Miguel Delibes - Wikipedia, la enciclopedia libre )

jueves, 3 de diciembre de 2020

¿Derecho a morir?

 

¿Derecho a morir? 

 


            Desde el inicio del presente año se tramita en el Congreso una proposición de ley reguladora de la eutanasia, que esencialmente vienen a convertir esta práctica en un derecho en los supuestos de “enfermedad grave e incurable” o “enfermedad grave, crónica e invalidante”. Ambos supuestos tienen en común la situación de “sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable”, que se convierte así en el factor clave para legitimar el ejercicio de este nuevo derecho. Aunque se comprende que este año hemos tenido bastantes cuestiones para ocuparnos, no deja de sorprender el muy bajo perfil del debate social y político sobre el tema. Es evidente que, para muchas personas, todo lo que “suene” a “ampliar derechos” tenderá a ser bien valorado, y mucho más si tenemos en cuenta algunos casos previamente conocidos, en España y en otros países, en los que algunas personas han reclamado insistentemente este derecho, que no les fue reconocido.

 

            Sin embargo, la iniciativa no merece, a mi juicio, una valoración tan favorable, y ello por las razones que, de forma muy sintética, expreso a continuación. En primer lugar, de lo poco que ha dicho el Tribunal Constitucional sobre la cuestión, se deduce que no existe un “derecho a la muerte” amparado por nuestra Constitución, a pesar de que acabar con la propia vida forma parte del agere licere. Y en la misma línea, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha negado que tal derecho derive del Convenio de Roma (resulta, por cierto, pasmoso, comprobar cómo la Exposición de Motivos de la proposición se permite citar en favor de su argumentación la sentencia de 14 de mayo de 2013, caso Gross v. Suiza, que ha sido rectificada por la Gran Sala en sentencia de 30 de septiembre de 2014). En segundo lugar, el Comité de Bioética de España ha emitido un demoledor informe cuestionando el paso que pretende dar la proposición, y proponiendo a alternativa de una mejor regulación de los cuidados paliativos. En tercer lugar, conviene recordar que nuestra legislación ya ampara la autonomía del paciente, lo que incluye muchas formas de lo que antiguamente se denominaba “eutanasia pasiva”, tanto el rechazo a cualquier posible tratamiento, como la aplicación de las medidas necesarias para paliar el dolor o el sufrimiento, aunque impliquen un acortamiento de la vida. Además, el llamado “encarnizamiento terapéutico” está absolutamente descartado como práctica médica. El dolor y el sufrimiento son consustancialmente humanos, pero se comprende que se trate de evitar, y existen muchas fórmulas para hacerlo.





    Pero creo que el argumento esencial está en la distinción entre “mera libertad” y derecho. Y es que del conjunto de los valores constitucionales no deriva un derecho fundamental a hacer todo aquello que es -y debe ser- libre. Por ejemplo, no hay un derecho a dañar la propia salud (por ejemplo, a consumir drogas, aunque no se castigue esta práctica). Y mucho menos debe existir un derecho fundamental a la muerte. El esencial concepto de “sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable”, que como apunté es la clave para que opere el pretendido derecho a la eutanasia, es complejo de interpretar. Pero eso no sería el problema, pues eso es común en el mundo jurídico.

 

El problema es que solo caben dos alternativas, y ninguna me parece satisfactoria: 1) podríamos entender que es un concepto que se puede objetivar, de tal manera que alguien (por ejemplo un médico, teniendo en cuenta que se requiere una enfermedad) puede establecer si un sufrimiento reúne esas características. Esta es la posición que parece derivar de la proposición. Pero creo que ese entendimiento sería contrario a la idea de dignidad como valor intrínseco y común por igual a todo ser humano. Y ello porque solo aquellas vidas de personas enfermas que sufren de forma intolerable quedan desprotegidas frente a la voluntad de su titular, deber de protección que en cualquier otro caso seguiría existiendo. Así que unas vidas serían más dignas que otras. Pero también 2) podríamos interpretar que ese tipo de sufrimiento -mucho más al incluir el sufrimiento psíquico- es un concepto por esencia subjetivo, pues lo que para alguien es intolerable, otro lo puede tolerar. Y esto sería coherente con una idea liberal que yo podría suscribir, pero no si se convierte la decisión en un derecho. Porque un derecho implica no solo garantía, sino también prestaciones positivas, y por tanto el Estado estaría obligado a hacerlo efectivo,  siempre que el sujeto muestre su voluntad de ejercerlo. Si se me permite llevar la idea al extremo, podríamos terminar por justificar que ante alguien que pretende suicidarse arrojándose desde un puente o de lo alto de un edificio, la policía o los bomberos no estarían legitimados para tratar de impedirlo, sino que, al contrario, deberían facilitarle las cosas para que “haga efectivo” su derecho fundamental (al menos si ha demostrado la contundencia en su propósito…). Y es que la consideración de la muerte como derecho no solo es cuestionable desde el punto de vista de su compatibilidad con nuestro sistema de valores, sino que plantea retos complejos difíciles de resolver.

(Fuente de las imágenes: Claves para regular la eutanasia: desde cambiar el código penal a fijar los requisitos | España | EL PAÍS (elpais.com) y Eutanasia, política y libertad individual (elperiodico.com) )

viernes, 27 de noviembre de 2020

Los retrasos del TC y seguridad jurídica

 

Los retrasos del TC y seguridad jurídica

 



El Tribunal Constitucional español anunciaba hace poco la sentencia sobre la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, que recae cinco años después de que se plantease el correspondiente recurso. Otras impugnaciones de leyes importantes, como la que establece la prisión permanente revisable, están pendientes de pronunciamiento por un período de tiempo similar.  Pero la palma se la lleva la Ley Orgánica 2/2010, de salud sexual y reproductiva y de interrupción voluntaria del embarazo, cuya impugnación lleva más de una década pendiente de resolución por parte del supremo intérprete de la Constitución. Es verdad que el retraso en los recursos de inconstitucionalidad interpuestos frente a leyes no siempre es tan notorio, y que incluso en ocasiones algunos de ellos se resuelven con notoria (y sorprendente) celeridad, pero ello hace más llamativos estos retrasos. De hecho, aunque hay varios factores que podrían explicar estas situaciones (carga de trabajo, falta de consenso en temas especialmente sensibles, el propio retraso nen la renovación del TC) ninguno de ellos es una razón mínimamente sólida para justificar retrasos como el que, en el citado caso del aborto, alcanza ya una década.

 

Por lo demás, creo que, por razones no jurídicas, el retraso tiende a jugar a favor de la constitucionalidad de la ley, o al menos de sentencias interpretativas o mínimamente estimatorias que eludan el impacto que tendría el reconocimiento de que durante tantos años se ha aplicado una ley inconstitucional, por causa del retraso del propio Tribunal. Así, en el tema del aborto, ya casi nadie puede esperar una sentencia puramente estimatoria; pero me parece grave que ello se deba no a la seguridad de los argumentos jurídicos-constitucionales aplicables, ni tampoco a que la jurisprudencia anterior apunte precisamente a la constitucionalidad de la norma; sino, mucho más simple y lamentablemente, a que no cabe esperar que el TC (ni otros poderes, ni acaso la propia sociedad) esté dispuesto a asumir las consecuencias de declarar inconstitucional la ley tras una década de aplicación; y mucho más si se tiene en cuenta que el partido político cuyos diputados la impugnaron dispuso de una sólida mayoría absoluta años después, sin que procediera a derogar la mayoría de los aspectos cuya constitucionalidad en su día cuestionó. Incluso podría darse, como creo que ya sucedió con la ley del matrimonio entre personas del mismo sexo, otro insólito caso de “constitucionalidad sobrevenida”. En efecto, para salvar la constitucionalidad de la ley, esta se interpreta de acuerdo con la realidad social. Ello es un criterio previsto en el Código Civil, y en el ámbito constitucional se habla de la necesidad de una interpretación evolutiva; pero no es que esta realidad haya cambiado -o al menos no tanto- cuando el legislador había regulado la cuestión. Más bien, en ambos casos, esa regulación fue polémica y contó con un rechazo significativo en parte de las Cámaras parlamentarias y de la sociedad. Lo que sucede es que el Tribunal, con o sin intención, espera a que esa realidad social cambie casi por completo, para declarar la constitucionalidad cuando “las aguas bajan tranquilas” y la mayoría de la sociedad ha asumido de algún modo la corrección de la regulación normativa. Cabe incluso plantear qué parte de la causa de ese cambio en la “mentalidad social” se debe a la propia acción de la ley impugnada, a su presunción de constitucionalidad, y a la enorme demora del TC. En cualquier caso, que podamos prever el sentido de un futuro fallo no por argumentos jurídicos de fondo, sino por lo imaginables que resultarían las consecuencias de una declaración de inconstitucionalidad, no deja de ser una perversión de la seguridad jurídica.


(Fuente de la imagen: Conferencia del Magistrado del Tribunal Constitucional, Santiago Martinez- Váres (17 de abril) - Fundación Carolina (fundacioncarolina.es))

jueves, 19 de noviembre de 2020

Educación, consenso, libertad

 

Educación, consenso, libertad

 


            En la elaboración de nuestra Constitución no hubo grandes polémicas o conflictos en el título dedicado a los derechos. Pero el artículo 27, dedicado a los derechos educativos, fue una excepción, y de hecho fue causa principal de lo que en su momento se llamó el “portazo” que momentáneamente dio el ponente socialista, Gregorio Peces-Barba, frente a la “mayoría mecánica” formada por UCD y Alianza Popular. Afortunadamente, todo se recondujo, y a partir de ese momento fue el consenso, y no la mayoría, el criterio imperante en la redacción del texto constitucional. Lo curioso es que ese consenso, que en muchos casos se materializaba utilizando términos ambiguos o principios muy vagos aceptables por todos, en el artículo 27 provocó una solución diferente, consistente en la incorporación de los principios más del gusto de la izquierda (enseñanza básica obligatoria y gratuita, participación en el control y gestión…) junto a otros defendidos por el centro derecha (libertad de enseñanza, derecho a la creación de centros, derechos de los padres…). Así se gestó el más largo de los preceptos de nuestra declaración de derechos, con diez apartados, que deben completarse con algunas remisiones interpretativas (vía artículo 10.2) a los tratados internacionales.

 

            Este consenso básico estaba llamado a perdurar, aunque es perfectamente comprensible que cada mayoría parlamentaria incidiera más en los principios más próximos a su programa. Pero no ha sido así, y como sabemos, ninguna de las grandes leyes educativas ha vuelto a contar con el apoyo simultáneo de todas las fuerzas políticas mayoritarias. Esta lamentable situación ha provocado que ninguna reforma haya perdurado demasiado, y muchas ni siquiera han tenido tiempo para que podamos valorar adecuadamente sus posibles efectos. El nuevo proyecto que ahora tramitan las Cortes Generales no va a ser una excepción, y en realidad, me temo que puede ser el más sesgado y radical de cuantos se hayan aprobado en nuestro período constitucional. Habrá que esperar a ver cómo queda la redacción final, pero si se consagra el indisimulado “abandono” de la enseñanza concertada, podría resultar incluso inconstitucional, pues la financiación pública para estos centros no solo deriva del artículo 27.9 (que deja sin duda un amplio margen al desarrollo) sino de la necesidad de hacer “reales y efectivos” (según requiere el artículo 9.2) los derechos de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral acorde con sus convicciones, e incluso a elegir centros distintos a los creados por los poderes públicos, que deriva de la libertad de enseñanza y de los tratados internacionales. El derecho fundamental a la educación no puede ser sustituido por un derecho único a la educación en centros de titularidad pública. La eliminación del castellano como lengua vehicular e idioma oficial común, aunque acaso pudiera solventarse mediante la interpretación conforme, es enormemente inquietante, y parece llamada a legitimar prácticas abiertamente inconstitucionales. Y la restricción o eliminación de las enseñanzas específicas para personas con necesidades especiales carece de justificación objetiva y razonable, pues la igualdad no exige dar a todos el mismo trato, sino diferenciar cuando las circunstancias así lo requieren. Además, el objetivo de la inclusión debe adaptarse a cada situación y alcanzarse en cada caso por las vías que resulten más adecuadas. Y muchas personas y colectivos afectados han reclamado insistentemente el mantenimiento de las enseñanzas especiales para los supuestos que las requieren. En fin, habrá que ir viendo cómo queda, pero este proyecto resulta altamente preocupante.


(Fuente de la imagen: https://www.magisnet.com/2019/12/colegios-religiosos-envian-a-sus-centros-argumentos-a-favor-de-la-libertad-de-eleccion-de-centro/ )

jueves, 12 de noviembre de 2020

Los derechos en el Prado

 

Los derechos en el Prado

 


            Más de tres décadas dedicadas al estudio (y a la enseñanza) de los derechos humanos y su plasmación en nuestra Constitución y en otros textos, dan para darle unas vueltas al tema. Más allá de su análisis jurídico y propiamente racional, espero no dar imagen de pérdida de la cordura si confieso que a veces imagino los derechos como personas con características determinadas, como historias o, desde luego, como imágenes. Durante años fui, con María José Majano, profesor de una asignatura titulada “Los derechos constitucionales en el cine”, y cuando di una charla sobre derechos traducida a la lengua de signos, el nombre que me pusieron en esa lengua era el equivalente a “humano” que se expresa con un pellizco en la mejilla (aparte de eso, alguien puso en patata brava que una de mis frases míticas es “la persona jurídica no tiene pies”, aunque no recuerdo haber dicho exactamente eso). Desde luego, me han interesado mucho libros como “Los rostros de los derechos humanos”, cuidadosamente editado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México. O también muestras como la que vi en el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos de Estrasburgo, en la que cada derecho era representado con una imagen. Desde luego, quienes conocen mi afición fotográfica pueden adivinar qué proyecto me anda dando vueltas a la cabeza… tal vez algún día y con la ayuda de algún compañero se pueda hacer efectivo.

 

            Así que no he podido sino disfrutar de la muy feliz iniciativa del Museo Nacional del Prado y el Tribunal Constitucional, que se ha traducido finalmente en la edición del librito “Los derechos constitucionales. Un paseo por el Prado”, cuya versión digital puede descargarse gratuitamente en la web del Tribunal Constitucional. Se trata, en esencia, de elegir un cuadro ubicado en nuestra más importante pinacoteca para mostrar o ejemplificar uno de los derechos recogidos en nuestra carta magna (no están todos, pero sí la mayoría). Aunque en la mayor parte de los casos, la relación entre el cuadro y el significado del derechos es obvia, no es menos interesante leer los breves comentarios que ha escrito para cada cuadro (y cada derecho) uno de los magistrados del Tribunal Constitucional, todos los cuales se han implicado en este proyecto. Y así vemos unidos, por ejemplo, a Tintoretto y Encarnación Roca, Berruguete y Pedro González-Trevijano, Veronés y Andrés Ollero, o Durero (Adán y Eva) y María Luisa Balaguer. No describiré más, porque cualquiera lo puede ver, leer y, desde luego, disfrutar. Una verdadera delicia.


(Fuente de la imagen: https://www.abogacia.es/actualidad/noticias/el-tc-presenta-los-derechos-constitucionales-un-paseo-por-el-prado-una-obra-que-refleja-los-derechos-de-las-personas-en-el-arte/) 

jueves, 5 de noviembre de 2020

Un siglo de tribunales constitucionales

 

Un siglo de tribunales constitucionales



 

          El período entre las dos guerras mundiales fue, como en cierto sentido el actual, una época de crisis. El modelo de Estado liberal había mostrado sus carencias y problemas, y frente a él se alzaron totalitarismos de todo signo, aunque finalmente sería el propio modelo el que, evolucionando a un Estado social, se terminaría imponiendo, no sin grandes conflictos y otra guerra mundial de por medio. Pero todo eso era todavía casi imprevisible cuando en 1920 se aprobaron dos constituciones que han pasado a la historia por la incorporación de los primeros tribunales constitucionales del mundo. Fueron la de Checoslovaquia, pero sobre todo la de Austria, que dio inicio a lo que se ha considerado un modelo luego reproducido, aunque con grandes variantes y evoluciones, por todo el mundo. Este modelo respondía todavía, en su diseño lógico, a parámetros plenamente positivistas, y fue realizado por el gran jurista austríaco Hans Kelsen, sin duda uno de los mejores juristas del siglo XX.

 

La creación del Tribunal Constitucional, como un nuevo órgano, que no forma parte propiamente del poder judicial pero actúa con criterios jurisdiccionales, cumpliendo sin embargo una función de legislador negativo (puede derogar leyes, pero no aprobarlas) fue necesaria en Europa. Y ello porque, a diferencia de lo sucedido en Estados Unidos, desde los orígenes del constitucionalismo contemporáneo los jueces no habían asumido esa función de control de constitucionalidad de la ley, que podría entenderse lógicamente unida a su función jurisdiccional, pero que no se implantó por muy diversos factores. También a diferencia de Estados Unidos, en Europa no había una especial “confianza” hacia el poder judicial, y además la Constitución nunca se interpretó, en el siglo XIX, como una norma jurídica suprema, sino más bien como un documento político destinado a regular las relaciones entre los poderes del Estado. Así que lo que hoy nos parece “natural”, no lo fue tanto, ya que, como ha destacado por ejemplo Pérez Royo, respondió más bien a una “anomalía histórica”: fue necesario crear un nuevo órgano (y en cierto modo casi un nuevo poder) para que el legislador se sometiera finalmente a la Constitución.

 

Y su nacimiento no careció de polémica, porque frente a Kelsen, Carl Schmitt sostenía que esa función, en la medida que supone resolver conflictos políticos, no debía ser asumida por un órgano jurisdiccional, sino más bien por un órgano político, como lo era el presidente del Reich, dotado de un “poder neutral”. Por supuesto, la evolución de los acontecimientos y la implantación de los principios del Estado social han hecho que el llamado “modelo kelseniano” sea insostenible como tal en la actualidad, pero más allá de fórmulas mixtas, en realidad no ha sido nunca sustituido por otro, y todavía la referencia y la huella kelseniana está presente, de forma más o menos explícita, en la mayoría de los tribunales constitucionales de la actualidad. Pero sobre todo, permanece la gran pregunta: ¿es posible la solución jurídica de conflictos esencialmente políticos? Para autores como Leibholz, esa es exactamente la función de un Tribunal Constitucional, y Bachof apuntó que el carácter político de un problema no excluye su conocimiento jurídico. Para muchos constitucionalistas ese es el norte, acaso inalcanzable, que inspira nuestros análisis y nuestras intervenciones públicas (cuando hablamos como constitucionalistas, porque evidentemente en otro contexto podemos expresar opiniones políticas o del tipo que sea). En fin, una conmemoración de estas características no podía pasar desapercibida, y por eso el área de Derecho Constitucional  de la UCLM en Toledo ha organizado, para cualquier persona interesada, unas jornadas on line que contarán como ponentes con los más expertos en la materia, y que se celebrarán del 11 al 13 de noviembre (www.derechoconstitucionaltoledo.com ) .


( Fuente de las imágenes: https://prodavinci.com/el-dilema-amigo-enemigo-y-el-sindrome-del-enemigo-externo/ y https://dialektika.org/2020/08/05/hans-kelsen-claves-para-su-lectura/ )

viernes, 30 de octubre de 2020

Alarma: sí, pero...


Alarma: sí, pero…



 

            Algunos llevamos tiempo diciéndolo: un “confinamiento perimetral”, y más todavía el llamado “toque de queda” no pueden acordarse, ni por el Estado ni por las Comunidades Autónomas, sin declarar el estado de alarma. Así que si resulta necesario en este momento imponer estas severas restricciones de la libertad de circulación, al menos en muchos lugares, bien declarado está el estado de alarma, aplicable a esos lugares (y supone, además, la demostración de que “algunos” teníamos razón). A partir de ahí, me temo que a esas esenciales medidas le acompañan otras más dudosas, así como algunas francamente preocupantes. Para empezar, la consideración de un presidente autonómico como autoridad en esta situación, por delegación del Gobierno de la nación, solo puede llevarse a cabo “cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte del territorio de una Comunidad”, presupuesto que, como es notorio, no se produce en el presente caso. Seguramente, a estas alturas de la película, algunos pensarán que estos son pejiguerías de juristas siempre dispuestos a objetar todo. Pero es que hay más. Las severas restricciones a la libertad de reunión, que incluso pueden alcanzar a la intimidad familiar en el caso de reuniones privadas, no parecen encontrar cobertura muy clara en la Constitución y la LO 4/1981 en caso de estado de alarma (aunque siempre es preferible esto a que las adopten directamente las Comunidades Autónomas…). Y lo previsto en el artículo 7.3 del decreto o es absolutamente superfluo, o bastante inquietante.

 

            Todavía más, y sin duda más importante, es la difícilmente inocultable intención de minimizar responsabilidades y controles. El control jurisdiccional inmediato previsto en la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa para las medidas que adopten las Comunidades Autónomas, es suprimido en el artículo 2.3 del decreto, que incluso se permite añadir la sorprendente afirmación de que para la adopción de órdenes, disposiciones y resoluciones de aplicación por estas “no será precisa la tramitación de procedimiento administrativo alguno”. De este modo, los controles jurisdiccionales, aunque existan, llegarán casi siempre tarde, y el propio decreto solo puede ser impugnado ante el TC, que en su caso resolverá… algún día. Por último, y sin duda lo más inquietante, si se materializa una prórroga de seis meses en la que la única responsabilidad del Gobierno será que el ministro informe quincenalmente en una Comisión parlamentaria… me temo que estaremos ante una situación realmente “alarmante”. 


(Fuente de la imagen: https://www.rivekids.com/coche-estado-de-alarma-por-coronavirus-rivekids/)            

jueves, 22 de octubre de 2020

El rostro

 

El rostro




 

            Sucede con el rostro humano algo en cierta medida paradójico, que tiene traducción en su tratamiento jurídico. Por un lado, la captación y reproducción por cualquier medio del rostro, como elemento principal (aunque no único) para la identificación de una persona, está protegida por el derecho a la propia imagen, de tal manera que nadie puede llevar a cabo una acción de ese tipo sin el consentimiento de la persona cuyo rostro es captado. Pero por otro lado, y por esa misma razón, no es posible ocultar el rostro en aquellas situaciones en las que la identificación es necesaria por diversas razones. Por ello (aunque no solo por ello) es muy conflictiva la utilización del llamado burka en ciertos espacios y situaciones públicas, pero por la misma razón tampoco es posible negarse a mostrar el rostro cuando una autoridad requiere la identificación de la persona, o por ejemplo cuando esta es necesaria y proporcionada por diversos motivos, como pueden ser la asistencia a un lugar más o menos reservado, o la realización de un examen o prueba de evaluación. La paradoja consiste, por tanto, en que el rostro forma parte, por un lado, de la privacidad de la persona en sentido amplio, pero por otro lado en muchas situaciones es ineludible su exhibición pública. Tiene un carácter semipúblico y semiprivado, como le pasa también al nombre y apellidos, por la misma razón de ser elementos de identificación. Y es que, en efecto, el rostro nos identifica, pero además una parte esencial de cada uno. No podemos estar seguros de tener alma, pero sí de que lo que nos hace ser quienes somos ante la sociedad es, por encima de cualquier otro elemento, nuestro rostro. Es verdad que hoy es incluso posible trasplantar el rostro, operación quirúrgica muy delicada que ya se ha llevado a cabo con éxito en alguna ocasión, pero a las dificultades físicas de esa intervención se añaden, según cuentan los especialistas, impresionantes consecuencias psicológicas para el trasplantado.


 

            Todo esto me viene a la mente con frecuencia en este período, en el que cada vez afrontamos más situaciones en las que el rostro se oculta. Cuando doy un curso por alguna plataforma on line, siempre pido que los asistentes enciendan su cámara, pues me gusta ver el rostro y las reacciones de los oyentes ante mis palabras, y aunque cada vez es más frecuente hablar para una cámara (redes, vídeos de youtube, etc.), ahí se pierde toda posibilidad de respuesta o interactuación inmediata. Y cuando doy una clase con mascarilla a un grupo de alumnos con mascarilla, ahí se pierde mucho de lo que debería ser una comunicación humana natural. Por ejemplo, siempre pregunto, y cuando escucho no sé quién ha respondido… Hemos pasado a ser “bustos parlantes”, y eso dificulta la comunicación. Ocultar el rostro es ocultar quiénes somos. En estas situaciones, aunque por supuesto nos quedan los ojos (ya escribí que “somos nuestros ojos”), permanece sobre todo la palabra. Si no podemos acercarnos ni saludarnos, si desaparece buena parte de la comunicación gestual y corporal, tendremos que transmitirlo todo con la palabra. Como tan desgarradoramente recordaba Blas de Otero, “si abrí los labios para ver el rostro/ puro y terrible de mi patria,/ si abrí los labios hasta desgarrármelos,/me queda la palabra”. Si debemos ocultar nuestro rostro, solo nos queda la palabra.


(Fuente de las imágenes: https://www.rtve.es/alacarta/videos/telediario/asi-se-utilizan-mascarillas-higienicas-recomienda-gobierno-frente-coronavirus/5555893/ y https://atalayar.com/content/facephi-logra-un-sistema-para-identificar-el-rostro-tras-la-mascarilla ) 

jueves, 15 de octubre de 2020

Este galimatías...

 

         

Este galimatías…

 


            A muchos ciudadanos les cuesta entender este embrollo jurídico que permite que en algunos lugares el “confinamiento perimetral” lo pueda establecer una Comunidad Autónoma, ya sea como competencia propia o en ejecución de medidas “consensuadas” por la Comisión Interterritorial de Sanidad e impuestas por el Gobierno en su función  coordinadora, y en otros no. Que, para una misma medida, haga falta el estado de alarma en un sitio, y en otro sea del todo innecesario. Los juristas, como es sabido, no solemos sorprendernos de estas cosas, porque tenemos incluso la capacidad de leer cinco veces un mismo texto legal… y a la quinta entendemos justo lo contrario que a la primera. Hasta dónde llegará la cosa, que si un texto dice “se restringe la entrada y salida de personas de los municipios recogidos en el artículo 2 a aquellos desplazamientos adecuadamente justificados que se produzcan por alguno de los siguientes motivos”, hay quien entiende que lo que no se permite es la entrada y salida por esos motivos. Dicho todo esto… vivimos en una situación bastante caótica en términos jurídicos, y desde luego incoherente en estos momentos.

 

            Dice la LO 4/1981 que “procederá la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes”. Así que si (y solo si) determinadas medidas son necesarias para afrontar una pandemia, y estas no encuentran cobertura en la legislación ordinaria… en todos los sitios en los que se dan iguales circunstancias se debe declarar el estado de alarma. Y eso es lo que sucede, en mi opinión, con un confinamiento perimetral, porque las medidas genéricas que permiten nuestras leyes (la más específica que podemos encontrar está en el artículo 3 de la Ley Orgánica 3/1986, y dice: “las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”) evidentemente no sirven de cobertura a un confinamiento territorial, que es una auténtica frontera interior, entre otras cosas porque una interpretación así sería contraria al artículo 139.2 CE: “Ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación…”. Y lo que no puede ser es que esto sea necesario en Madrid, pero no en León, por poner solo un ejemplo. Si hay que adoptar estas medidas, para todos igual. Y si no proceden o no son realmente necesarias para lograr el fin que persiguen, sobran desde ya en Madrid, así como el estado de alarma que les da cobertura. Que sepan los ciudadanos que  al menos algunos juristas (que, al menos en apariencia, somos también ciudadanos, incluso seres pertenecientes a la misma especie que los demás humanos), antes de buscar “sutiles matices e intenciones” a los textos legales, intentamos atenernos, como manda el Código Civil y el sentido común, al “sentido propio de las palabras”…


;(Fuente de la imagen: http://www.jorgeordaz.com/2013/04/genial-galimatias.html ) 

 

 

miércoles, 7 de octubre de 2020

Peor el remedio...

 

Peor el remedio…



 

            Sí, todos sabemos que a veces es peor el remedio que la enfermedad. En el caso que hoy me ocupa, la “enfermedad” es la perversión del sistema que la Constitución estableció para la designación de determinados miembros de algunos órganos constitucionales, y en especial de dos tercios de los magistrados del Tribunal Constitucional, y (explícitamente) ocho de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial. En estos supuestos, nuestra norma suprema estableció una mayoría cualificada de tres quintos en la cámara a la que le corresponda la designación, con el evidente propósito de asegurar consensos y acuerdos entre las fuerzas mayoritarias, sobre las personas que deberían ocupar cada uno de esos puestos. La “perversión”, como todo el mundo sabe a estas alturas, ha consistido, primero, en que lejos de ponerse de acuerdo en cada uno de los puestos, los partidos mayoritarios han preferido establecer “cuotas” entre ellos, “repartiéndose” literalmente el número de puestos a cubrir, en proporción al peso parlamentario de cada fuerza, y con el “compromiso” de no objetar los nombramientos realizados por la otra fuerza mayoritaria (aunque tampoco han faltado casos en los que algún partido ha planteado lo que impropiamente se ha denominado “veto” a algún candidato propuesto por el otro). Con ello, la tendencia, en lugar de apuntar al nombramiento de personas independientes, moderadas y en principio desvinculadas de la política, ha ido mucho más en la línea del nombramiento de aquellos a quienes los partidos consideraban “leales” o al menos claramente “próximos”. Y, sin negar que haya habido excepciones, ni negar tampoco la valía y la preparación jurídica de la mayoría de los designados, el problema que apunto me parece evidente. Para agravar la situación, se han hecho frecuentes inadmisibles retrasos en la renovación de estas instituciones, no solo por la dificultad para conseguir los consensos, sino también porque los partidos que en un momento dado creen que saldrán peor en el próximo “reparto” no han mostrado interés ni diligencia alguna en esa renovación.

 

            Así que esto no ha funcionado nada bien. Para mejorarlo, bastaría con que los partidos recuperasen el mandato de consenso que está implícito en los preceptos constitucionales que regulan la designación de miembros del TC y del CGPJ. Pero también es comprensible que, perdida casi la fe en esa posibilidad, se busquen otras fórmulas que permitan superar los vicios antes descritos. Esas fórmulas podrían ir, entre otras alternativas, desde una renovación individual, hasta una intervención más o menos decisiva del propio órgano en la designación de sus nuevos miembros, para el caso de que los partidos no lleguen a un acuerdo en un tiempo razonable. Pero nunca deberían ir en la línea de empeorar todavía más la situación. Y eso sucedería exactamente, a mi juicio, de prosperar la anunciada iniciativa del Gobierno de renovar los vocales del CGPJ por mayoría absoluta. Para empezar, mediante una reforma legal esto solo sería aplicable, como mucho, a 12 de los 20 vocales, ya que en los otros 8 ello no podría hacerse sin modificar la Constitución, con lo cual, el problema permanecería. Para seguir, aunque es verdad que la Constitución no impone en esos vocales la mayoría cualificada, esto es porque ni siquiera tendrían por qué ser de designación parlamentaria. Pero si lo son, sin duda lo más acorde con el espíritu constitucional es que se exija esa mayoría cualificada que obliga a buscar acuerdos. Por último, si para evitar que los puestos de “repartan” entre las distintas fuerzas políticas implantamos una fórmula en la que todos se los “adjudicará” la mayoría, ¿se puede saber en qué mejoraríamos?


(Fuente de las imágenes: https://www.elperiodico.com/es/politica/20201004/gobierno-pedro-sanchez-pp-pablo-casado-ultima-oportunidad-renovacion-cgpj-reforma-ley-poder-judicial-8140917 y https://confilegal.com/20200122-renovacion-del-consejo-general-del-poder-judicial-continua-el-juego-de-tronos/ )

jueves, 1 de octubre de 2020

Confina bien y no mires a quién

Confina bien y no mires a quién


  

            Convendría llamar a las cosas por su nombre. “Confinamiento”, en sentido jurídico, es una “pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al de su domicilio”. Incluso, entendido como “acción y efecto de confinar”, puede consistir en “desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria”, o en “recluir algo o a alguien dentro de límites”.  Por ello no me parece que esta palabra fuera la más adecuada para describir lo que sucedió durante la larga fase inicial del estado de alarma, salvo que se entienda que los límites de esa reclusión eran los de cada domicilio. Pero para ese supuesto el término más preciso es el de “arresto”, no entendido en el sentido más estrictamente jurídico que lo aproxima a un tipo de pena, pero sí considerando su significado más propio como acción y efecto de “retener a alguien y privarlo de su libertad”. Resumiendo: confinar es establecer límites, arrestar es encerrar. Así que materialmente, desde el 14 de marzo vivimos un arresto domiciliario generalizado (aunque tuviera excepciones). Y, en mi humilde opinión, eso implica una verdadera afectación del contenido esencial de la libertad de circulación, que quedó de facto suspendida. Sí puede considerarse confinamiento, en cambio, el establecimiento de límites generales (de nuevo, aunque haya excepciones) a la libertad de circulación, ya sean esos límites el ámbito geográfico de una provincia, de una comarca, de un municipio, o incluso inferiores. Pero este tipo de medidas se pueden encuadrar entre las que “directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes en todo el territorio español”, a las que se refiere el artículo 139.2 de la Constitución, y por tanto, según este precepto, no pueden ser adoptadas por “ninguna autoridad”. Desde luego, interpretando globalmente la Constitución, puede haber casos excepcionales en los que quepa adoptar estas medidas, pero estos casos son los cubiertos por los llamados “estados excepcionales” previstos en el artículo 116, empezando por el estado de alarma. Esta es, además, la interpretación que prevaleció en las distintas fases del (mal) llamado “desconfinamiento”, para las cuales el Gobierno (y la mayoría del Congreso) consideró imprescindible la cobertura del estado de alarma, frente al cual no había “plan B”.

 

            Lo anterior es una interpretación global de la situación, que puede ser discutible, pero creo que resulta coherente y fundamentada. En cualquier caso, aquí no estamos ante un problema o conflicto competencial entre el Gobierno del Estado y Madrid, ni ante ningún “bloqueo” (desde luego, si las circunstancias realmente se dan, la posibilidad de declarar el estado de alarma es incuestionable y zanja de inmediato ese debate, pero por supuesto eso implica que el Gobierno español asuma la responsabilidad). El problema de fondo es si estamos dispuestos a asumir que severas y generalizadas restricciones de la libertad de circulación (entre otras) que implican auténticas fronteras interiores, puedan adoptarse sin más por un acuerdo de una Comisión Interterritorial, por una orden ministerial, o simplemente por una orden (o incluso decreto) de cualquier Comunidad Autónoma, con una cobertura legal tan sumamente difusa como la que dan un par de proclamaciones generales que vienen a permitir la adopción de las medidas necesarias para proteger la salud. Supongo yo que esas medidas podrán adoptarse solo en tanto en cuanto sigan los procedimientos, respeten las competencias, cuenten con el rango necesario y, desde luego, no contradigan la Constitución ni vulneren los derechos fundamentales de las personas. No es un tema meramente formal, procedimental o competencial: hablamos de los derechos fundamentales. Si finalmente triunfa hoy la tesis de que estos se pueden restringir de forma generalizada e indudablemente intensa, por cualquier autoridad y de cualquier modo, y de que el rango y la competencia son cuestiones secundarias ante la importancia del objetivo, tendremos que asumir ese criterio en el futuro, y habremos renunciado para siempre a nuestra libertad.   

 

 (Fuente de la imagen: https://www.gomeranoticias.com/2020/09/28/confinamiento-o-estado-de-alarma-15-dias-vitales-para-poder-evitarlo-en-sebastian-de-la-gomera/ )        


jueves, 24 de septiembre de 2020

De la reconciliación al odio

De la reconciliación al odio



            Que nadie se engañe, el verdadero objetivo de muchas de las medidas y propuestas que estamos viendo es el descrédito la transición política, que no solo permitió jurídicamente la aprobación de nuestra norma fundamental, sino que creó el clima necesario para que un nuevo sistema fuera posible. Con todos los defectos que se quieran señalar, la transición fue un proceso que consiguió al fin superar nuestros arraigados enfrentamientos cainitas, sustituyéndolos por un espíritu de reconciliación que, desde luego, necesitaba del perdón y del olvido. Algunos quieren ahora superar ese “régimen”, y para eso necesitan ir erosionando sus pilares hasta devastarlos, estableciendo las bases de un nuevo régimen que, basado en el odio y el espíritu revanchista, sustituya al actual. Quienes así piensan, lógicamente, creen que el odio y el revanchismo les resultarán favorables, no solo en términos de votos, sino a través de la movilización social y de la erosión de las instituciones actuales, que permita su superación.

 

            Las muestras de lo que digo son ya tan sumamente numerosas que no cabrían aquí. Como meros ejemplos, podemos hablar de esa llamada “memoria democrática” que trata de imponer una historia “oficial” sin alternativa y que, frente a lo que parece, tiene como objetivo central la propia transición. Así se entiende que la fiscalía haya modificado el criterio anterior, facilitando la investigación que una juez argentina lleva a cabo y que rompe con tantos principios jurídicos elementales. Y por supuesto, el anteproyecto de ley de memoria democrática que, con grave quebranto del principio de seguridad jurídica,  supone entre otras tantas medidas cuestionables la demolición de uno de los pilares de la transición, como fue la ley de amnistía (de la que se beneficiaron personas de todo signo), para revisar delitos cuyos autores, en la inmensa mayoría de los casos, ya están muertos, salvo acaso… algún responsable político de la transición. Y así se entiende el constante acoso a la monarquía, que es el mejor símbolo de nuestro mejor sistema político, y que ha tenido como manifestación más reciente y vergonzosa la no explicada prohibición de la tradicional presencia del monarca en el acto de entrega de los despachos judiciales en Barcelona. Y así, también, el fomento del odio social que subyace a las protestas por las medidas adoptadas en algunos barrios de Madrid que, con independencia de su mayor o menor acierto, es claro que no tratan de discriminar a los “más humildes”… Se entiende casi todo, especialmente en el partido que lleva desde siempre en su programa la idea de esa superación del “régimen del 78”, que en definitiva se muestra como mera continuidad del “régimen del 39”. Lo que pasa es que ese partido es solamente la cuarta fuerza política. Y lo que no se entiende es que el partido con más votos y escaños, que siempre se ha presentado como defensor de nuestro sistema constitucional de monarquía parlamentaria, y que nunca ha llevado en su programa ese plan de “demolición”, no solo participe, sino que lidere actualmente ese proyecto, que no fue presentado, ni por tanto avalado, por sus votantes.

(Fuente de la imagen: http://gentedigital.es/comunidad/rafagas/tag/fraga/ )

jueves, 17 de septiembre de 2020

No somos héroes, tenemos vocación

 

No somos héroes, tenemos vocación



 

            En los momentos más duros de la primera oleada de esta pandemia, mientras los profesionales de la sanidad arriesgaban su salud y su propia vida cada día, los docentes desarrollamos nuestra labor desde casa. En realidad, durante el período más estricto del confinamiento, mientras la mayoría estábamos en casa (y con mucha suerte los que seguíamos trabajando), a colectivos como el personal sanitario, las fuerzas y cuerpos de seguridad, los militares, los transportistas, los empleados de los supermercados y tiendas de alimentación, a los repartidores, y algunos otros, les tocó la parte más difícil y sacrificada. Les correspondió, en definitiva, mantener una actitud muchas veces heroica, y seguramente nunca buscada, para mantener “vivo” el país. Dicho esto, y aunque toda generalización es injusta, creo que también muchos docentes tuvimos que afrontar un reto bastante difícil, como es el de adaptarnos, sin previa preparación ni aviso, a una metodología totalmente diferente, acabar el curso y evaluar de la forma más justa y completa que se podía. Y para ser honesto, con todas las dificultades y déficits que se quieran apuntar, me parece que salvamos bastante dignamente la situación. Simplemente por poner un ejemplo, yo salí un día de clase tarde creyendo que al día siguiente volvería al aula, y sin haber entrado en la plataforma Teams en mi vida. Al día siguiente estaba impartiendo mi clase a través de esa plataforma. Luego, gracias al esfuerzo y los medios y pautas que aportó mi Universidad, traté de formarme lo más posible para aprovechar todos esos recursos disponibles y dar lo mejor de mí, y creo que eso es lo que hicimos la mayoría. El agradecimiento de los alumnos es nuestro mayor premio.

 

            Ahora afrontamos el inicio de un nuevo curso lleno de incertidumbres. Nadie está seguro de lo que va a suceder. Algunos tenemos también dudas de que las decisiones y pautas de los responsables políticos hayan sido suficientemente idóneas y completas, dicho esto sutilmente. Pero ninguno de estos factores debe desanimarnos, ni hacernos regatear ningún esfuerzo. Al contrario, creo que es el momento de dar lo máximo para que este nuevo curso pueda desarrollarse de la forma más satisfactoria. Desde el aula, desde la pantalla del ordenador, con los alumnos en clase, en casa, o mitad y mitad. Como toque en cada momento, muchos así lo haremos. No solo porque es nuestro deber, sino porque es nuestra vocación. Pase lo que pase, este curso será tan idóneo como cualquier otro para transmitir a nuestros alumnos la ilusión por el aprendizaje y el conocimiento. 


(Fuente de la imagen: https://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/ser-docente-online-covid/ )

jueves, 10 de septiembre de 2020

Buscando el eufemismo perfecto



 

            Es curioso cómo algunos términos son reemplazados periódicamente por otros que se consideran más respetuosos, pero que, tras un tiempo de uso, vuelven a considerarse poco idóneos y se sustituyen a su vez por otros, casi siempre más alambicados y perifrásticos. La evolución no terminaría nunca, salvo si se llega a un punto en el que la expresión resulta tan sutil y genérica que, en puridad, deja ya de servir para denominar específicamente al fenómeno o colectivo al que supuestamente se refiere. Los ejemplos son numerosos. Hace tiempo que dejamos de llamar viejos a los viejos, para referirnos a “personas de la tercera edad”, pero muchos prefieren aludir a las “personas adultas mayores”, que, claro, realmente somos muchos más. Yo no me considero viejo, pero no puedo negar que soy una persona adulta mayor. 

 

            Otro ejemplo lo tenemos con la expresión “disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos”, contenida en el artículo 49 de la Constitución, y cuya reforma parece que ahora va a reemprenderse. En realidad, en 1978 se trataba de un eufemismo, o al menos de un tipo de lenguaje que pulcramente trataba de evitar otros términos coloquiales rechazables (“tullidos”, “subnormales” o “retrasados” son solo algunos de los ejemplos más peyorativos, que muchos podemos recordar aún, y por supuesto otros como "ciegos" o "sordos", hoy totalmente erradicados del lenguaje oficial). Pero pronto se apreció una connotación peyorativa en el calificativo “disminuidos”. Otras alternativas, como “minusválidos” tuvieron también poco recorrido por la misma razón, aunque en el lenguaje coloquial no han desaparecido del todo en ciertos contextos (es habitual decir “no aparques en la plaza de minusválidos”, mientras que no he oído a nadie pedir que no se estacione en la plaza reservada a personas con discapacidad). Pronto pareció imponerse el término “discapacitados” aunque, si bien se mira, este no deja del todo claro que los discapacitados son también personas, y además no es suficientemente perifrástico, así que ha sido sustituido por “personas con discapacidad” que, de paso, solventa el problema del supuesto sexismo del masculino incluyente, sin necesidad de recurrir al siempre tedioso desdoblamiento. Esta parece ser la opción de la reforma que ahora se anuncia, pero como la idea de “discapacidad” alude literalmente a una falta o déficit de capacidad, actualmente muchos prefieren una expresión todavía más perifrástica, pero sobre todo, tan genérica que no “señala” a nadie, como es la de “personas con capacidades diferentes”. El hecho de que esta expresión sirva, en cierto sentido, para referirse a cualquier ser humano, no parece un obstáculo, sino justo lo contrario. Así que puestos a reformar, que elijan bien la expresión, a ver si es posible que dure un tiempecito…


(Fuente de la imagen: https://periodistas-es.com/discapacidad-el-termino-disminuido-sera-retirado-de-la-constitucion-111371) 

jueves, 3 de septiembre de 2020

Verdad y libertad

Verdad y libertad




 

            Dijo Jesucristo que la verdad nos haría libres, pero lo cierto es que no deja de apreciarse cierta tensión conflictiva entre ambos conceptos. Si la verdad se impone, no habría libertad para expresarse en contra de ella; y si es la libertad la que maximizamos, habría un derecho a mentir. No creo que este derecho pueda proclamarse con carácter general; salvo, desde cierta perspectiva, el de quien está imputado por hechos que realmente ha cometido y tiene derecho a no autoincriminarse… Más allá de este supuesto, resulta difícil afirmar ese derecho a mentir, teniendo en cuenta que la información constitucionalmente protegida es solo la veraz. Sin embargo, la conclusión contraria tampoco puede asumirse en un Estado democrático, liberal y pluralista. Para empezar, el propio concepto de verdad no es siempre (de hecho, no es casi nunca) evidente o incuestionable. Para seguir, si hay algo parecido a una “verdad científica” o, más allá de este ámbito, una supuesta “verdad oficial”, estas han de ser siempre cuestionables. En realidad, la propia jurisprudencia ha aclarado que el requisito de la veracidad no conlleva una exigencia de total exactitud o correlación de la información con hechos o “verdades”, sino más bien la de contrastación diligente y razonable. Y es verdad que este requisito era mucho más fácil de materializar en la llamada “Galaxia Gutemberg”, cuando la información estaba principalmente en manos de medios y profesionales, que en la “Galaxia Internet”, donde cualquiera es un medio de comunicación. Pero eso no se resuelve impidiendo a los usuarios expresarse o comunicar lo que creen cierto, sino formando a transmisores y receptores en parámetros que ayuden, al menos, a buscar esa “verdad”, filtrando las falsedades y distinguiendo la información de las especulaciones.

 

            Por lo demás, el conocimiento científico nunca habría progresado si no se hubiera permitido el cuestionamiento de esa “verdad oficial”. Sin hipótesis ni teorías previas (casi siempre más o menos especulativas, y desde luego inicialmente no contrastadas) es imposible la ciencia. Hoy nadie mínimamente sensato e informado puede defender que la Tierra sea plana. Pero si basándonos en eso, justificamos que se prohíba realizar esa afirmación, para ser coherentes deberíamos valorar positivamente que se impidiera en su día a Galileo defender la forma esférica de nuestro planeta y su movimiento alrededor del Sol. Esta maldita pandemia parece estar sirviendo a algunos para justificar la censura o la prohibición de ciertas afirmaciones. En nombre de la verdad se ha defendido el filtrado de todo tipo de afirmaciones en redes sociales, y parece que se está llevando a cabo eficazmente por sus administradores (sin reparar en que, aparte de lo cuestionable de esta labor, la misma sí puede convertirles en responsables de la veracidad de todo lo que se afirme en las redes, lo cual no creo que puedan ni estén dispuestos a asumir…). Alguna agencia llegó a cuestionar un artículo periodístico que se limitaba a ofrecer datos contrastados sobre la falta de seguridad en el laboratorio de Wuhan (otras especulaciones podría hacerlas el lector…).  Y muchos parecen ver bien que se prohíba o censure lo que se ha dado en llamar “negacionismo”, que muchas veces no va más allá de cuestionar la eficacia de las mascarillas y otros remedios (parece ser  que la cuenta de Miguel Bosé ha sido cerrada por este motivo). Y aunque yo esté en abierto desacuerdo con esas afirmaciones, ese desacuerdo tiene en realidad como base solo mi creencia de que la información más fiable es la que afirma la eficacia de esos mecanismos en la lucha contra el contagio del virus. En todo caso, jamás postularía que no se pueda defender lo contrario. Es verdad que hay una enorme confusión social sobre el coronavirus, pero tampoco se puede echar toda la culpa a la transmisión más o menos intencionada de especulaciones o bulos, ya que la información “oficial” ha sido también confusa, cambiante y bastante insegura. La petición casi desesperada de los responsables gubernamentales a los “influencers” para que apoyen la difusión de ciertas “verdades” es el reconocimiento más clamoroso de la ineficacia de la gran cantidad de canales y vías más o menos “oficiales” para transmitir con rigor mensajes claros sobre las medidas a adoptar para luchar contra el coronavirus. 

 

En fin, por supuesto todos deben cumplir la ley, pero igualmente pueden cuestionar el fundamento científico en el que esta se basa. En la historia, la verdad científica jamás ha sido el resultado de la censura o la prohibición, sino de la libre exposición de teorías y de su contraste. Así que creo que tan correcto como que la verdad (el conocimiento) nos hará libres lo es que la libertad, en un Estado democrático, ha de ser el único camino hacia la verdad.


(Fuente de la imagen: https://www.pinterest.es/pin/307652218291398686/ )