¿Parlamentos más vivos?
Hace casi un siglo que viene
hablándose de la crisis del Parlamento. Desde que el Estado social fue
reemplazando al Estado liberal, el centro de gravedad de la vida política
pareció desplazarse del poder legislativo al ejecutivo, que asume en gran
medida el protagonismo en la prestación de servicios públicos y la satisfacción
de derechos económicos, sociales y culturales, dado que unos y otros no se garantizan
con hermosas y grandilocuentes proclamaciones constitucionales y legales, sino
con medios personales y materiales que cuestan dinero, y que finalmente van a
ser ejecutados por el Gobierno y la Administración. Por otro lado, la eterna
crisis del Parlamento no es solo de protagonismo, sino de representatividad, y
en definitiva de legitimidad, pues siendo en los modelos parlamentarios el
poder del que deriva la legitimidad democrática de todos los demás, muchos
ponen reiteradamente de relieve que tiene déficits significativos en cuanto a
su capacidad para representar el pluralismo político y social, y también en la
medida en que puede llegar a frenar la participación directa de los ciudadanos.
Todos recordamos el “no nos representan” como eslogan utilizado por distintos
movimientos a partir de 2011, achacando a nuestro sistema electoral y a otras
circunstancias la causa de esos déficits del Parlamento. En realidad, ese tipo
de críticas son mucho más antiguas, y ya en las Cortes de Cádiz de 1810-1812,
los diputados americanos se quejaban, con razón, de su infrarrepresentación en
aquella cámara (aproximadamente un tercio de los diputados procedentes de
América representaban, sin embargo, a unos dos tercios de la población
española, que eran los residentes en los territorios del otro lado del
Atlántico). Pero ha bastado el cambio en el comportamiento electoral, para que
la composición de los parlamentos haya cambiado también, sin modificación legal
alguna.
El caso es que el Parlamento resiste
una y otra vez este tipo de críticas, que por otro lado serán positivas en la
medida en que permitan construir un modelo representativo más fuerte, abierto,
y democrático, y contribuyan a devolver al parlamento la centralidad del
sistema político. Hace poco la Asociación de Constitucionalistas de España
debatía sobre el Parlamento en León, ciudad reconocida por la UNESCO como cuna
del parlamentarismo mundial, ya que se considera que fueron las Cortes convocadas
por Alfonso IX en 1188 el primer órgano propiamente parlamentario, al ser
estable, codecisor y contar con representación de las ciudades y no solo de
nobleza y clero (aunque es verdad que el Alpingi islandés funcionaba ya desde
el siglo X, me comprometo a investigar si propiamente merece similar
consideración). Mis particulares conclusiones son que hay que recuperar la
esencia del Parlamento como órgano central de una democracia, idóneo para el
debate, imprescindible para el control del poder, auténtico “templo” de la
política. En España, desde que en 2015 nuestro sistema de partidos ha cambiado,
la mayoría de los parlamentos autonómicos, así como el Congreso, han recuperado
una vida que parecía perdida, recobrando el protagonismo político al intensificar
su función de control y de orientación política. La contrapartida, parece
obvio, está en la función legislativa, que se ve ralentizada o disminuida, pues
es mucho más difícil alcanzar los acuerdos necesarios para aprobar leyes que
para aprobar meras resoluciones de orientación política, o para oponerse al Gobierno.
Además, el Parlamento es idóneo para legislar y para controlar al Gobierno,
pero no, desde luego, para gobernar...
(Fuente de la imagen: http://es.globedia.com/congreso-preve-reeditar-grupos-amistad-parlamentos-extranjeros-crisis-economica)
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