miércoles, 26 de octubre de 2016

La envidia

La envidia


         
              Hace poco he leído el viejo libro de Fernando Díaz-Plaja titulado “El español y los siete pecados capitales”, en el cual se basó la serie homónima de televisión, que yo recordaba de mi adolescencia. Es muy curioso comprobar cómo tantas cosas han cambiado en nuestra sociedad, en nuestras costumbres, en nuestra forma de ver la vida. Otras, en cambio, permanecen. Probablemente tiene razón ese libro cuando considera que la soberbia es el pecado capital típicamente español –por decirlo con mis propias palabras o en interpretación libre-. Pero la envidia no le anda muy a la zaga. Y aunque desde luego ni uno ni otro sean exclusivos de nuestras tierras, ambos están demasiado presentes en ellas. Sea como fuere, la envidia es, y eso sin duda, el más absurdo, molesto y pernicioso de los pecados capitales. No es que yo vaya a alabar o recomendar aquí ninguno de los otros, pero han de reconocer mis lectores (o como dicen ahora los que le han dado al coco para no ser sexistas, “las personas que leen mis artículos”) que en todos ellos, un poco más, un poco menos, el pecador experimenta una satisfacción, algún tipo de recompensa, aunque sea momentánea y luego la conciencia le fastidie. En la gula y la lujuria, esa satisfacción es evidente y no creo que requiera de la menor explicación. En la avaricia, que no era un pecado muy español, al menos la acumulación de riquezas o propiedades produce una sensación de satisfacción, acaso nunca completa, pero algo es algo. El perezoso disfruta de algún modo de no hacer nada. El soberbio se siente bien pensando en lo importante que es, aunque tiene la penitencia en el hecho de no sentirse nunca suficientemente reconocido. Incluso la ira, pecado sin duda dañino, puede llegar a provocar una breve sensación de calma, posterior al momento en que uno se deja llevar por la furia incontrolable. A veces se puede llegar a pensar “¡qué a gusto me he quedado!”, aunque instantes después se considere el daño o las molestias que ha podido ocasionar a otros o a buenas relaciones de amistad; daños a veces irreparables porque el rencor también es algo intrínsecamente unido a nuestra forma de ser.


De todos modos, la envidia sigue siendo mucho peor. El envidioso ni siquiera experimenta un ligero alivio mientras siente envidia. Antes al contrario, rabia. Lo pasa mal antes, durante y después de experimentar ese sentimiento. La envidia es, sin lugar a dudas, el más destructivo de los pecados. Daña al envidioso y al envidiado, y no produce la más mínima satisfacción. La contrapartida es que la virtud que permite superar ese pecado es claramente la más hermosa de todas: la caridad. Algunos incluso reconocen sentir envidia, pero la adjetivan como “sana”; sin embargo, yo no creo que ninguna envidia pueda ser sana. Aunque el hecho de reconocerse envidioso puede considerarse al menos una atenuante. Yo, que seguramente practicaré más o menos todos y cada uno de los pecados capitales, procuro huir de la envidia, y espero no resultar soberbio al decirlo. Cosa distinta es la admiración, que sí es sana y nunca se refiere a las cosas, atributos o cargos que alguien posee, sino a sus cualidades personales. E igualmente intento evitar dar el menor motivo para ser envidiado. Eso también es muy malo. Y lo peor de todo, como expresó magistralmente Antonio Machado, es envidiar la maldad: “La envidia de la virtud/ hizo a Caín criminal/ ¡Gloria a Caín!, hoy el vicio/ es lo que se envidia más”. 

(fuente de la imagen: http://emocioteca.com/lo-mala-que-es-la-envidia-y-el-mejor-secreto-para-terminar-con-ella/)

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