La declaración
Esto de la independencia de nuevos
Estados, como la guerra y otros conceptos de relevancia jurídico-política,
tiene algo de jurídico, pero mucho de fáctico. La guerra se puede declarar,
pero aunque no se produzca esa declaración, hay situaciones fácticas que son inequívocamente
bélicas. Probablemente por ello nuestra Constitución, aunque encomienda al rey,
con autorización de las Cortes Generales, “declarar la guerra y hacer la paz”
(art. 63), utiliza en otros casos la expresión “tiempos de guerra” (art. 15) o “tiempo
de guerra” (art. 169). Volviendo a la independencia, esta es, primero de todo,
una cuestión fáctica, y luego tiene una vertiente jurídica, que pasa por el
reconocimiento de otros Estados y organizaciones internacionales. Y todo ello
solo parcialmente depende de que exista una declaración de independencia, y
mucho menos de que esta sea jurídicamente válida, lo cual no sucede casi nunca,
al menos en su origen y de acuerdo con la legislación del Estado del cual se
independiza la entidad soberana naciente. Canadá, por ejemplo, nunca emitió ni
aprobó declaración de independencia alguna (aún hoy reconoce simbólicamente la
jefatura de Estado a la reina británica); sin embargo, nadie duda de que hoy es
un Estado independiente y soberano a todos los efectos. Por su parte, la
mayoría de Estados americanos, africanos y asiáticos que se independizaron de
las potencias europeas, desde los Estados Unidos de América, emitieron en algún
momento declaraciones de independencia, que desde luego eran jurídicamente
inválidas desde el punto de vista del derecho de la metrópoli europea de la que
se tratase. En todo caso, la independencia no fue consecuencia de esas declaraciones
(que muchas veces no procedían de ningún órgano oficial del Estado naciente con
supuestas competencias para hacerlo, sino de ciudadanos, grupos o ciudades, y
podían ser más bien “gritos” que declaraciones), sino de la situación fáctica
consistente en que, muchas veces tras una guerra, aparecía un nuevo poder con
capacidad para ejercer la soberanía sobre la población de un territorio, es
decir, un nuevo Estado. Cuando eso se produce, el reconocimiento por el Estado
originario que sufre esa desmembración, e incluso el reconocimiento por
terceros Estados, pasa a un segundo plano. Y en la práctica, aun en los casos
en los que el origen de la independencia es considerado ilegítimo por la
comunidad internacional, si esa situación fáctica se consolida y persiste en el
tiempo, al final la mayoría de los Estados reconocen esa nueva soberanía.
Cataluña es, desde luego, un caso
diferente a los ejemplos de territorios colonizados que lograron la independencia.
Pero a los efectos de una hipotética independencia, las reflexiones anteriores
son válidas: la clave es la asunción fáctica de la soberanía. Cataluña ha
declarado la independencia varias veces, como ahora recuerdan los medios, pero
nunca ha sido realmente independiente (ni siquiera por unas horas o días). El
10 de octubre de 2017, es obvio que se ha declarado la independencia en
Cataluña. Y aunque esa declaración no
sea un documento oficial de un órgano o poder oficial, no es un escrito de unos
amigos tomando una cerveza, sino un documento suscrito en la sede del
parlamento por algunos parlamentarios y miembros del Gobierno que se consideran
representantes de Cataluña. Jurídicamente, podemos decir no solo que es nula,
sino que sería inexistente como acto de un poder público legítimo. Pero eso es
irrelevante en este caso. Lo relevante es que esta vez, a diferencia de los
anteriores precedentes, hace tiempo que se inició un proceso de creación de “estructuras
de Estado” en Cataluña, y en virtud de una ley de transitoriedad (jurídicamente
ahora suspendida, y pronto nula) se van a seguir dando los pasos para esa
asunción fáctica de la soberanía: inaplicación del Derecho del Estado y sustitución
por uno propio, control de sedes, instalaciones y poderes del Estado… Se siguen
dos vías para el logro de ese objetivo: el control de “la calle” para ejercer
la presión o la fuerza sobre el Estado para privarle de su soberanía (instrumento
preferido por la CUP), y la búsqueda de medidas simbólicas que, o bien no existen
jurídicamente (con lo cual es dudoso incluso que puedan ser declaradas nulas) o
bien fácticamente se ignora su nulidad declarada; todo ello como medio de distracción
que puede permitir el avance paulatino pero inexorable, en paralelo, de ese
cambio fáctico (instrumento preferido por el Gobierno catalán y el PdeCat, pero
plenamente compatible con la vía anterior). En este contexto, la declaración es
un elemento fáctico muy relevante que solo un ciego no puede ver. Si Puigdemont
contestase a Rajoy que el Gobierno catalán no ha declarado la independencia, no
mentiría, pero eso no es óbice para que él, como presidente catalán, y otros
miembros de su Gobierno y del Parlamento han suscrito esa declaración, como
paso importante de un proceso en el cual hace tiempo que se rompió con toda la
legalidad española. Y si el proceso no es parado, seguirá hasta la completa
asunción fáctica de la soberanía. Si eso se consolidase, todo lo demás vendría
después, tarde o temprano. Ese es, ese ha sido desde hace un tiempo, el plan.
(Fuente de las imágenes: http://halconesenlahistoria.blogspot.com.es/2010/07/4-de-julio-de-1776-declaracion-de.html y http://www.lavanguardia.com/politica/20171010/431970027817/declaracion-de-independencia-catalunya.html)
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