Berlín
1989
A decir verdad, la primera vez que
me planteé como algo posible y próximo la reunificación de Alemania fue el
mismo verano de 1989. Realicé uno de esos excelentes cursos de verano de la
Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en la preciosa sede del Palacio de
la Magdalena en Santander. Se titulaba “Europa en la perspectiva de los años
90”. Hermosos tiempos aquellos, en los que todo era posible, en los que uno era
obviamente joven, en los que todo el futuro estaba por construirse, en lo
personal y en lo que afectaba al mundo. Con todo, supongo que mi imaginación no
sería tan grande, porque cuando uno de los ponentes dijo que la reunificación
de Alemania sería una obra de los propios alemanes, cuyo movimiento transfronterizo
pronto sería incontrolable, a mi me pareció que hacía ciencia-política-ficción.
Meses después caía el muro de Berlín. Contemplando en televisión las imágenes
de los alemanes quitando las piedras del muro, abrazándose con sus familiares o
amigos del otro lado mientras los soldados nada hacían por impedirlo,
celebrando un reencuentro añorado durante décadas, tuve por primera vez esa
extraña sensación de irrealidad, de que lo que mis ojos veían superaba a cualquier
imaginación o especulación previa. No volví a sentir lo mismo hasta los
atentados contra las torres gemelas en 2001, pero en esa segunda ocasión la
devastadora tragedia lo teñía todo de tristeza y dolor. Sin embargo, ante la
puerta de Brandenburgo en 1989, yo sentía como propio el gozo de los alemanes,
no solo por la empatía que producen esas situaciones felices y emotivas, sino
también por la obvia consciencia de que ahí se estaba labrando el futuro de
todos los europeos.
Aquel día se afianzaron
definitivamente mis sentimientos europeístas, que luego han sido sometidos a muy duras pruebas,
superadas en todo caso. Aquel día, con la caída de aquel oprobioso muro, se
empezó a vislumbrar una Europa más grande y unida, pero también un mundo mejor
y menos polarizado. Había motivos para pensar que la década que pronto se
iniciaría, y sobre todo el también próximo siglo XXI, serían mejores, y cabía
imaginar un mundo en paz. Aquel día el optimismo dejaba de ser una actitud
propia de ilusos o ignorantes, y parecía fuertemente fundado. Por desgracia, el
inicio del nuevo milenio nos situó pronto ante una realidad mucho más cruda:
volvía a haber enfrentamientos y luchas, pero con un enemigo muy diferente y
quizá mucho más temible, como es el terrorismo internacional; y más tarde
llegaba la crisis económica más intensa que ha vivido mi generación. La
injusticia, la desigualdad y la pobreza no han disminuido, y la necesidad de
emigrar de millones de personas aumenta. Europa, en fin, sigue siendo un
proyecto que merece la pena, pero no es tan grande (en términos de peso en el
mundo global) ni está tan unida como entonces cabía imaginar. Pero a algunos
“siempre nos quedará Berlín”. La generación que no vivió 1968 (yo nací aquel
año), tuvo su propio 1989. Cuando
bastantes años después visité Berlín, la ciudad me pareció fascinante y de su
división solo quedaba el recuerdo de algunos tramos del muro. Y pensé entonces que
el esplendor de la Potsdamer Platz podría ser el reflejo de una Europa como
entonces imaginamos. Nunca hay que perder la esperanza.
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